LOS VIEJOS PERROS NUNCA MUEREN

Aquí donde me veis, soy hijo de un lord inglés, duque por más señas, y de una lady escocesa, condesa, como no podía ser menos. Nací en el castillo de Highthorphill, propiedad ancestral de mi familia, situado en la campiña inglesa al suroeste de Norwich, en el tradicional condado de Suffolk, donde he fijado mi residencia tras la muerte de mis queridísimos padres. Podéis llamarme como queráis pues soy un ser universal, pero mi nombre de pila es James: Sir James.

Según me han informado ya de adulto, las importantes obligaciones de mis padres en la corte, la política y el protocolo les impedían atenderme como hubieran querido; así que, para compensar esa falta, mis amantísimos progenitores me hicieron un soberbio regalo, a la altura de mi alcurnia: dos fieles, imponentes, lustrosos y carísimos dogos. Desde el principio esos perros se convirtieron en mis compañeros de juegos, mis referencias, mi horizonte y mi forma de vida.

Cuando jugaban conmigo los dos perrazos me hacían heridas, muchas de ellas graves: unas veces me arrancaban un brazo, otras me destrozaban el pecho y cuando me lanzaban de una boca a otra sujetándome por los tobillos, me los desagarraban por completo. Sin embargo mi enganche a la vida conseguía que los huesos se recompusiesen al poco de romperse y que las heridas y desgarros se suturasen en pocos minutos.

En esas condiciones transcurrieron mi infancia, mi juventud y mi edad adulta. Visto desde la blanca altura de mi edad actual mi vida era un infierno pero yo no lo sentía como tal. Desde luego que todo aquello me dolía muchísimo pero, como no conocía otra vida, yo pensaba que era lo normal e imaginaba que a los demás niños les ocurriría lo mismo. Además, dado que los dogos eran un regalo de mis padres, que tanto me querían, jamás se me habría ocurrido dudar de que la vida consistía en eso: sangrar y recomponerse, sin más alternativa ni horizonte.

Yo siempre aparecía en público elegantemente ataviado, aparentando dominio de la vida y un savoir faire que me prestaba un aire distinguido, exclusivo. Cierto que a la comisura de mis labios asomaba un leve rictus de tristeza proveniente –interpreto yo− de los sufrimientos que me infligían mis dogos, pero incluso eso jugaba a mi favor pues me hacía un varón codiciado por las mujeres, que parecen sentirse atraídas por los seres atormentados.

Hacia los cuarenta años, cuando mi cuerpo y mi alma no eran sino un desecho de cicatrices, comenzó a abrirse camino en mi cabeza una sospecha, levísima al principio, cuya importancia se fue engrosando con el tiempo y las experiencias: tal vez la vida no tenía por qué incluir tanto sufrimiento. Esa intuición me dolió desde el momento en que apareció y me duele aún pues supone que o bien mis padres eran incapaces de saber qué le hacía feliz a su hijo –algo inasumible por mí− o, peor aún, que sabiéndolo no me lo quisieron proporcionar. O ignorantes o malvados… ¡qué dolor!, ¡no, ellos no… mi amada madre, mi querido padre… ellos no!

Poco a poco, muy lentamente, fui entendiendo: tal vez ellos sólo habían hecho lo que en su época se sabía hacer, pensando que era lo mejor para mí. Pero esa consciencia, si bien les eximía de culpa a ellos, me dejaba a mí ante un futuro horrible, tan horrible como el pasado, que ahora perdía toda su inocencia y glamour. Los dogos se me aparecían cada vez más como seres sanguinarios, de ojos arrebatados y enloquecidos, que cada día seguían desmembrándome. ¡Malditos dogos!, comencé a gritar a cada dentellada. Pero no había nadie para escucharme.

Durante largos y desesperados meses dudé de si había sido un acierto darme cuenta de la situación, pensando que si hubiese seguido en la ignorancia ahora no me dolerían tanto las dentelladas de mis dogos. ¿No vivían los demás felices en el desconocimiento, bajo sus disfraces de Sirs y Ladies? Hasta los obreros me parecían más dichosos que yo, embutido en mis sombreros y mis trajes de talle perfecto; envidiaba su felicidad sencilla y me preguntaba si también ellos se verían destrozados a diario por sus propios perros, dejados en herencia por sus progenitores. Cuando la depresión me invadía pensaba que no, pero después, reflexionando, veía que sí, y a menudo conseguía identificar las cicatrices del sufrimiento en sus almas bajo gestos súbitos de desesperación, ira o angustia. La existencia de jaurías de perros que martirizaban a los seres humanos parecía un hecho universal.

¿Por qué eso no me consolaba? Cuando vi que no había vuelta atrás, que la conciencia despierta ya no se apaga por mucho que se intente, pasé a dolerme por el aciago destino humano. Las tragedias clásicas griegas y romanas, que siempre me habían aburrido, empezaron a embelesarme. Aquellos genios habían identificado perfectamente la tragedia de lo humano. Durante un tiempo muy largo mi dolor buscó refugio y consuelo en el eco encontrado en aquellos escritores y filósofos que tan profundamente conocían la ácida naturaleza humana. Más adelante descubrí otros muchos escritores que afirmaban la tragedia radical de lo humano. Y ese pensamiento me parecía profundo y alentador.

Pero con el tiempo me percaté de que ese consuelo no me consolaba y de que una profundidad que se enroca en los interrogantes que descubre no tiene mucho sentido. Me cansé de gimotear la desgracia y comencé a preguntarme por qué la situación no habría de tener remedio, aunque lo negasen todos los grandes hombres que habían reflexionado sobre el tema: ¿era posible que estuviesen equivocados? Al principio musitaba este pensamiento con la boca pequeña y sin oírme casi ni yo mismo. Pero gradualmente me atreví a pensar y decirme en voz alta que no había razón alguna para aceptar que la vida tuviese que ser tan nefasta por necesidad, que tal vez estábamos todos equivocados, que todo tenía que ser más sencillo, que los dogos familiares que habían sido mi pasado y constituían mi presente no tenían por qué determinar mi futuro, el futuro de la humanidad en conjunto.

Era un pensamiento transgresor, atrevido, aventurado y sin ninguna tradición. Me di cuenta de que en nuestra historia vendía más la desgracia que la esperanza, más la tragedia que la ilusión. Sin embargo aunque mi atrevimiento me satisfacía seguía a oscuras; me gustaba lo que pensaba pero no me servía para nada: los dogos seguían jugando conmigo a su placer; yo era su víctima y no podía librarme de ellos. Quizás mi ilusión y mi esperanza podían estar tan vacías como la desesperanza y la amada tragedia de los sabios.

Pero un buen día se me ocurrió, así, de repente, como si un fruto hubiese madurado dentro de mí y cayese al suelo por sí mismo, que los humanos habíamos mirado siempre a la vida como una entidad ajena a nosotros, esperando que ella nos proporcionase la felicidad o la esperanza, el bienestar o la ilusión lo mismo que nos regala el dolor, la desesperación y la muerte. ¿Por qué habíamos de esperar siempre que las cosas nos viniesen de fuera? ¿Acaso la vida nos había dado algo?, ¿nos había dado la ducha, la cama, el fuego o el perfecto traje de tweed heredado de mi abuelo paterno, que acostumbraba a vestir en las cacerías? La respuesta es que no: hasta la cosa más nimia de las que usamos la hemos tenido que construir nosotros. ¿Por qué, entonces, habríamos de esperar que ella nos librase de las jaurías heredadas de nuestros ancestros, que ese “ella” que no sabemos qué es y que llamamos vida −o tal vez Dios− haga algo por nosotros? ¿No era eso una dependencia?; si una entidad podía darme algo, también podía quitármelo: yo estaba a su merced. Me di cuenta de que no me convenía pensar así. Tal vez fuese cierto, pero tomé la determinación de no pensar eso porque no pensarlo ponía mi vida en mis manos y, en cambio, pensarlo me la arrebataba porque me hacía dependiente de una voluntad ajena.

O bien soy yo quien decido y manejo mi vida o bien hay alguien (vida, dios, destino, universo…) que me mangonea: that is the question. Y si de algo me ha provisto mi instrucción en Oxford es de la voluntad decidida de no someterme a que me manejen: ¡en mi vida mando yo!… eso repetía −¡iluso de mí!− hasta que caí en la cuenta de que quienes mandaban eran mis dogos. Yo había creído –con una pretenciosa ilusión de autonomía− que ellos eran míos, pero no: yo era suyo, era el producto de sus caprichos.

El intenso malestar que me produjo esta revelación me hizo desear con todas mis fuerzas jugar la pelota de mi vida en mi propio tejado y darme cuenta de que si quería que mi futuro no fuese como mi pasado tenía que dejarme de monsergas filosóficas y tomar cartas en el asunto: debía domesticar a mis dogos. No esperaba que los sabios de la vida estuviesen de acuerdo con esa afirmación de que nuestra vida está en nuestras manos pero, a decir verdad, –utilizando una expresión vulgar− su opinión me importaba un bledo. Lo que sabía era que necesitaba dominar a mis dogos y que iba a domesticar a mis dogos.

Mis dogos eran, ciertamente, los mojones de dirección puestos por mis padres y otras circunstancias, que habían guiado mi vida por derroteros fijados para mí por otros. Ya bastaba; tenía que hacer cierto eso de lo que siempre había hecho bandera: que en mi vida mandaba yo. ¿Por qué las circunstancias del nacimiento han de determinar la vida de una persona?, ¿tan poca fuerza tenemos?, ¿no sirven para nada nuestra decisión, nuestra inteligencia, nuestra voluntad? Me dije que no me sometería de nuevo a esos pensamientos derrotistas, que yo iba a cambiar el decurso de mi vida futura. Pasase lo que pasase, una cosa era cierta: difícilmente podía ir a peor. Mi vida era dolor y caretas para disimularlo: ¿qué podía haber peor que eso? Tal vez no consiguiese salir de la desgracia, escapar a las garras de algún destino tan ignoto como infausto, pero una cosa tenía clara: mi vida futura, incluso en la mayor de las desgracias, sería el producto de mi voluntad; iba a arrebatar mi destino a los dientes de mis dogos.

Ahí comenzó un periplo vital difícil. No sabía cómo hacerlo pues los dogos parecían mucho más fuertes que yo. Muchas veces flaqueé y en esos momentos me invadía lo que califiqué como una inercia del dolor: no se estaba tan mal en el dolor antiguo, conocido, cómodo… todo consistía sólo en dejarse llevar y eso siempre es consolador; que otro maneje las riendas no es tan terrible y quita mucho trabajo, me parecía. Pero aunque a veces -¡ay!, demasiadas− caí, lentamente los dogos comenzaron a obedecerme. Y hoy, cuando me siento a descansar mis muchos años en mi sillón de la biblioteca, los dogos se tumban mansos en la alfombra, uno a cada lado, como los trofeos de mi vida.

Cuando visito otros castillos de mi amada Inglaterra veo que sus dueños cuelgan en las paredes los trofeos de sus cacerías: polvorientos animales, disecados en actitudes amenazantes para resaltar el valor del cazador, tal vez para impresionar a las damas. Mis trofeos, en cambio, son mis dogos amaestrados. Antes me devoraban y ahora soy yo quien los alimenta a ellos: comen de mi mano y babean de gusto si les hago caso. Buscan dócilmente mi compañía y obedecen casi servilmente mis órdenes.

Sin embargo siguen siendo dogos, no he conseguido librarme de esas fauces salvajes, tan sólo domesticarlas: están ahí, constantemente ahí y su naturaleza animal amenaza siempre con volver a manifestarse. Cuando alguna vez me abandono en la silla, débil por la incontrolable diferencia de los días, me enseñan amenazantes sus afilados dientes, y su gruñido se torna feroz y amedrentador. Y a menudo, cuando me siento enfermo o cansado o alguna circunstancia me ha arrebatado la vitalidad y la fuerza, vuelven a morderme y juegan conmigo desgarrándome como antes.

Me parece que todos los humanos sufrimos bajo dogos similares, que para todos la base de nuestra personalidad es un hueso duro de roer, herencia de nuestros ancestros, que nos acompaña durante toda la vida y que no conseguimos hacer desaparecer: tan sólo podemos domesticarlo y estar atentos porque al menor descuido se ensañará de nuevo con nosotros. Yo, con menos tiempo por delante del que tengo ya por detrás, puedo decir que por fin he conseguido mandar en mi vida, que lo que antes era sólo una frase pretenciosa es ahora una realidad, precaria siempre, pero bien presente. Ese ha sido mi logro en la vida y creo que en conseguir eso consiste el llegar a ser alguien pues considero que mientras no se logre dirigir la propia vida se es sólo un producto de los demás, y eso es ser nadie.

Mi herencia para mis hijos e hijas, además de varios lustrosos dogos que no he sabido evitarles, ha sido enseñarles este conocimiento. Ahora estoy haciendo lo mismo con mis nietas, que corretean ya por Highthorphill, a las que veo, a su tierna edad, maltratadas por sus propios dogos. Pero no puedo hacer más porque cada cual es dueño de su vida y está bien que así sea. Tal vez ellas o los nietos de sus nietos, si esta sabiduría se conserva, serán capaces de desarrollarla y hacer desaparecer de sus vidas a sus dogos.

Lo que yo he conseguido es lo que he relatado; y mi herencia para cualquiera que quiera leerme es mi ejemplo y este cuento. Ha sido útil para mí pero que sea útil o no para otros ya no es cuestión mía.

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