CALLEJÓN SIN SALIDA (II)

BOTIN DE GUERRA

Para Mokorreko I, con todas las ganas y todo el gusto.

1

El Teniente Coronel Amilabe no pudo conciliar bien el sueño en su casa gris y desangelada la noche anterior al día de su jubilación. Eso no constituía una novedad en su vida; llevaba sin poder dormir bien desde el final de la guerra, y de eso hacía ya cuarenta largos años. Pero hoy era un día especial, era su última oportunidad, hoy se le acababa el tiempo. Si hoy no lo hacía, sabía que ya no lo haría nunca y que le llegaría la muerte con ese tormento clavado en el alma. Lo tenía todo muy pensado, pero no veía con claridad qué suplicio le afligiría más: si no delatar a sus compañeros de armas y seguir llevando él la carga en secreto, o delatarlos y exponerse… a lo que sobreviniera. Cada año que pasaba le resultaba más difícil decidir. Y habían pasado ya tantos que ¡a quién podían interesarle aquellos hechos tan antiguos, perpetrados, además, por héroes venerados que habían salvado al mundo de la invasión! ¡Qué más daba! En la guerra todos habían cometido todo tipo de atrocidades, unos atacando y otros por venganza. Masacrar, invadir y conquistar para robar o por poder está mal, desde luego, pero resarcirse de un dolor infinito que clama una venganza también infinita ha de tener otra calificación moral; y quien no lo vea así es porque lo piensa sin haber sentido nunca en sus entrañas ese desgarro del alma que pueden provocar un dolor enloquecedor y el ansia incendiada de venganza.

Pero esos argumentos no acababan de calmar su conciencia y sentía que algo se rebelaba en su interior. Llevaba cuarenta años desgarrado por las dudas. ¡Si hubiese tomado la decisión al principio, nada más acabar la guerra…! pero no lo había hecho, esperando que el tiempo le proporcionase la claridad necesaria para decidir con justicia. No ocurrió así, sin embargo, y la decisión se fue postergando año tras año hasta hoy. Hoy tenía un tiempo en que todo el mundo le iba a escuchar y ahí podría hablar claro… debía hablar claro…, pero no sabía si iba a ser capaz, y no por cobardía sino por no acabar de ver con nitidez.

El banquete de jubilación se iba a celebrar en el comedor principal de la Sala de Mandos del Cuartel de Infantería de Guaramén en que el Teniente Coronel Amilabe había quemado su vida. Con la jubilación se le otorgaba el ascenso a Coronel del Ejército de Tierra, por deferencia de todo el Mando y en reconocimiento a sus méritos de guerra y a toda una vida de esfuerzo y servicio. Y con el ascenso le venía una sustanciosa subida de la pensión.  Aunque él no lo había aceptado por el dinero sino porque fue incapaz de negarse a la insistencia con que todo el mundo le rogaba que lo aceptase. Por él habría borrado ese día del calendario y habría pasado, sin más, al día siguiente, ya en su casa fría y llena de atronadores fantasmas, lejos de todo y de todos.

Las estrellas de Coronel le serían entregadas por las Tenientes Generales Varnin Miarbe y Jaruy Jolbin, compañeras desde la guerra, las dos únicas mujeres que, con él y otros dos más del Pelotón original, habían sobrevivido a los cinco años de combates. Los demás, tan queridos y llorados, habían ido sucumbiendo y siendo sustituidos por otros. Todos ellos faltarían al banquete, pero serían recordados en los corazones, sobre todo el capitán Çaça Garmel, que murió el último día de la guerra, cuando todos saltaron de las trincheras y echaron al vuelo sus cascos en el esperado momento en que las radios proclamaron la victoria total sobre el enemigo y el final de la lucha. Una bala, la última de esa horrenda contienda, le atravesó la cabeza descubierta y Çaça cayó fulminado. ¡El bueno de Çaça, que los había dirigido con tino certero, más preocupado por la vida de los soldados a su mando que por el éxito de las operaciones! Tras unos momentos de estupor e incredulidad, el Pelotón se lanzó a pecho descubierto –ya estaban acostumbrados− hacia donde había salido el disparo y lo que le hicieron a aquel desdichado, entre llantos de rabia desesperada que ya no devolverían la vida a Çaça, no es para ser contado.

Además de Varnin, Jaruy y él mismo, en la mesa presidencial y en el comedor estarían otros compañeros de armas de cuya valentía y generosidad más allá de lo imaginable había dependido tantas veces la vida del todavía Teniente Coronel Amilabe. El también se la había jugado por ellos, día a día, y eso los había unido en lo más íntimo y para siempre. Aunque habían pasado muchos años, verse era reconocerse, perderse en recuerdos y emocionarse: “si no hubiese sido por ti…”

¿Sería capaz de delatarlos? ¿Tan malo era lo que habían hecho? ¿Qué era peor, violar mujeres o matar gente? ¿Por qué una cosa sí debería denunciarse y la otra no?, ¿sólo porque se supone que la guerra es para matar?, ¿sólo por eso, porque matar se da por descontado y violar no? ¿Acaso la guerra no es para vengarse? No sé qué tendrán en la cabeza quienes inician guerras, tal vez codicia y afán de supremacía, o tal vez, también, venganzas antiguas. Pero, una vez desatadas, la venganza es la fuerza principal que mueve a los soldados cuando han visto caer a multitud de queridos compañeros y saben que sus familias han sido horrendamente aplastadas por la bota asesina del enemigo; la venganza pequeña, la que está al alcance del soldado simple, matar a ése, estallar ese corazón, destrozar esa vida, humillar ese orgullo, pisotear esa esperanza, provocar desastres, aniquilación… ¡que griten de miedo y supliquen de espanto!, ¡que sufran como nos están haciendo sufrir a nosotros y más aún si se puede! ¡Que sufran hasta saciar nuestra desesperación!

Si los invasores, hombres o mujeres, eran unos hijos de puta por lo que nos hicieron, las mujeres del pueblo nefando que había provocado aquella guerra eran las putas que los habían parido y las sucias concubinas del Mal, que engendraban nuevos hijos e hijas de puta. ¡Putas!, putas que merecían lo peor, que eran el instrumento perfecto para infligir dolor y humillación a aquella raza maldita; porque no sólo había que aniquilarla, no, principalmente había que humillarla. La vejación a las mujeres, mientras llegaba la anhelada aniquilación, era una autopista de venganza. Saber que tu madre, tu novia o tu hija están siendo violadas parte el alma y despedaza el orgullo por no haber sido capaz de cumplir como hombre protegiendo a las mujeres y a los niños. Morir con el orgullo partido es morir con la cabeza baja, con la hombría humillada, ridiculizada, en el fondo de la impotencia, bajo la risa del agresor: “no has sido capaz, no has sido suficiente hombre”. El todavía Teniente Coronel Amilabe y los compañeros de armas que acudirían a la comida de jubilación habían conocido ese dolor y esa humillación en propias carnes: todas las mujeres de sus vidas –madres, hermanas, parejas e hijas− habían sido violadas y vejadas hasta la muerte durante la guerra.

El Teniente Coronel Amilabe se aseó y vistió despacio, tembloroso; se enfundó en su traje de gala y salió a la calle camino del cuartel. Algunos conocidos lo saludaron y todos le miraban, tan elegante en su traje de bonito, con su porte aún atlético. Pero él iba como absorto, las piernas le temblaban a cada paso que le acercaba al cuartel, que estaba a sólo dos manzanas. Si hubiese vivido más lejos habría tenido más tiempo para pensar, pero ya estaba llegando. Los guardias de la puerta se cuadraron a su paso y él les sonrió, como hacía siempre, con afabilidad, devolviéndoles un saludo militar amable a la vez que les daba los buenos días. Se dirigió a la Sala de Oficiales donde todo fueron vítores y palmadas en la espalda. Por unos momentos el sincero calor humano que recibía le despejó el alma de todo tormento. ¡Cómo iba a delatarlos! No podía, no podría… y tampoco le parecía bien hacerlo.

Otra vuelta de rosca; ésta le aliviaba, pero la siguiente volvería a atormentarle porque era una rosca que no había dejado de girar durante toda su vida. No sabía si podría contar lo que sus compañeros hicieron. Desde luego, no sería capaz de denunciar lo que las generales Varnin y Jaruy, hoy dulces y amables abuelas, y las demás mujeres del Pelotón, sin excepción, les hacían a las prisioneras. Para eso no tendría cuajo.

La hora de la comida se acercaba y el engalanado y alegre grupo de militares se dirigió a la Sala de Mandos. Todo fueron abrazos, plácemes, saludos entusiastas… Se sentaron, comieron, y tras los postres llegó la ceremonia. Unas sonrientes y entregadas Varnin Miarbe y Jaruy Jolbin le retiraron las charreteras antiguas de las hombreras, le prendieron las nuevas y después lo estrecharon, una tras otra, con todo su cariño, contra su pecho. El ya Coronel Amilabe no pudo evitar un llanto sonoro y prolongado que puso en pie a todos los asistentes y les arrancó una ovación dilatada, respetuosa y sentida.

Recibió, a continuación, los abrazos cálidos de todos los Mandos de la presidencia y de todos los comensales, que se acercaron a ofrecerle su sincera amistad. Después regresaron a sus asientos y quedaron expectantes, con amplias sonrisas, atentos a las palabras que debía pronunciar el flamante Coronel Amilabe. Poco podían imaginar la feroz lucha que se estaba librando en su interior.

2

Desde bastante antes de entrar en la ruinosa habitación del derruido edificio, yo, Tuutume Amilabe, Soldado del Pelotón H12 del Quinto Regimiento de Infantería Ligera de las Fuerzas Internacionales, sabía que no iba a poder hacer nada. Los alaridos de rabia, impotencia y furia asesina de las muchachas, aunque hacía rato que habían cesado por completo, me habían revuelto el estómago a mí, que en esa maldita guerra había visto y hecho lo que no podría haberme imaginado ni en la más espantosa de mis pesadillas. Pero me tocaba, era mi turno. Hasta ahora había conseguido zafarme siempre, mal que bien, pero esta vez no podía. Estaba allí, los compañeros me metían prisa, el peligro acechaba desde todos los rincones. Con el alma y el cuerpo en llamas crucé el dintel vacío que daba acceso a la habitación.

Me alisté en el ejército con 15 años recién cumplidos, pocos días después de que el pueblo en que vivía con mis padres y hermanos, Ingrak or Hem, fuese atacado por sorpresa. Habíamos oído que el enemigo avanzaba imparable y feroz, pero nosotros no teníamos nada y confiábamos en que pasarían de largo; no sabíamos que no nos atacarían por lo que tuviésemos sino, simplemente, por existir.

Cuando comenzó la masacre yo me hallaba en unos riscos que dominaban el pueblo desde el sur y el sol me protegió. Asistí al espectáculo tan atenazado de espanto que no respiré ni una sola vez en las horas que tardaron en arrasar el pueblo, incendiándolo y exterminando a todos los habitantes, casa por casa. La oscuridad me sorprendió aún petrificado; de pronto me di cuenta de que era de noche y, fuera de mí, pensé que era hora de volver a casa para que no se enfadase madre. Puse en marcha con esfuerzo mi entumecido cuerpo y, a la sombra de las sombras, bajé del risco cuando el enemigo ya se había marchado. Avancé horrorizado entre escombros, cadáveres calcinados y humaredas, pero no supe llegar a mi casa porque estaba olvidado incluso de quién era yo. Caí de rodillas ante una pila de cuerpos humeantes, incapaz de soportar más miedo. Estuve allí un tiempo incontable, indiferente al frío y al hedor, hasta que el alba me trajo una decisión: entre morir de dolor o matar por odio escogí esto último y esa decisión sentenció mi vida.

Me levanté y, sin considerar más lo que estaba presenciando, salí en pos del ejército enemigo empujado por una fuerza incontenible y ciega que con el tiempo aprendí a identificar como un odio puro que conduce a la locura. No tardé en alcanzarlos y rebasarlos, velado por la maleza boscosa. Al cuarto día de caminar sin rumbo de colina en colina, contemplando a lo lejos nuevas columnas de humo que salían de pueblos, unos conocidos y otros desconocidos, divisé unas tiendas andrajosas a poca distancia de donde me hallaba. Me arrastré con sigilo hasta tenerlas bien a la vista y de los uniformes deduje con gran contento que tenían que ser los nuestros, los míos. Mi corta edad me infundió valor, me acerqué a la tienda más grande sin que nadie me lo impidiese y entré.

No recuerdo cuánta gente había dentro porque me encontraba muy exaltado. Divisé a un hombre que llevaba una casaca raída con una estrella macilenta y descosida, me cuadré ruidosamente ante él y, más tieso que un palo, le grité: «¡Se presenta el soldado Tuutume Amilabe, “Tutín”, mi general!». Mi estentóreo saludo provocó un silencio, que se me hizo interminable, en aquellos hombres y mujeres de esperanza desharrapada, cuyo único objetivo era ya sólo morir matando lo más posible. Al poco uno empezó a reír suavemente, después otro y al final todos se unieron en una risa franca que minó peligrosamente la decidida gallardía con que había pronunciado mis palabras.

Entonces no entendí de qué se reían y a punto estuve de salir por piernas, corrido de vergüenza y cercano al llanto. Luego me contaron que habían quedado sorprendidos por mi arrojo, les había hecho mucha gracia que hubiese elevado de un plumazo al entonces Alférez Çaça Garmel al grado de General, pero sobre todo les había conmovido que me hubiese presentado por mi apodo infantil “Tutín”. Ese diminutivo familiar no cabía allí, en una guerra salvaje y desesperada, inhumana en todas sus dimensiones. Por un instante todos se sintieron transportados a sus hogares paternos, ese apelativo maternal despertó en ellos el recuerdo de quienes alguna vez les habían querido, y las emociones encontraron su vía de escape en una risa estentórea. Desde entonces he seguido siendo siempre “Tutín”, hasta hoy mismo, el Teniente Coronel Tutín: así es como se me conoce en todos los entornos no estrictamente oficiales. Y a mí me gusta porque siento que ser llamado así, incluso por los soldados de reemplazo, afloja un poco los garfios de la bestialidad que me atrapó en aquellos largos años, me aleja unos milímetros de ser un puro animal y hace que los lamentos de mis demonios nocturnos sean menos desgarradores. Aquellos hombres y mujeres de la tienda, y todos los demás que vendrían, acogieron con solícito cuidado a Tutín y tal vez gracias a eso sigo vivo hoy.

¡La guerra!, esa espantosa guerra que había asolado casi el mundo entero, la cuarta que provocaba ese pueblo vil cuya memoria, afortunadamente, hicimos desaparecer de la faz de la Tierra. No se podía tener más piedad, consideración ni perdón con ellos. Desde el comienzo de la contienda el odio rebosó nuestros corazones, la rabia empuñó nuestros fusiles, el ansia de venganza apuntó nuestras ametralladoras, el horror dirigió los obuses, el rencor enconó y dio fuerza a los ataques, y las lágrimas furiosas por los amigos y familiares torturados y masacrados sin piedad infundió locura a nuestras emboscadas. Una locura desbordada que fue efectiva pues, mediado ya el tercer año, empezamos a ganar tímidamente terreno y poco a poco el infame enemigo, en una rabiosa y sanguinaria retirada, fue cediendo posiciones hasta ser acorralado en reductos cada vez más aislados dentro de su territorio original.

Nadie sabía cómo habían podido armarse de nuevo a pesar del control a que habían estado sometidos tras la anterior guerra, treinta y siete años atrás. Pero lo habían hecho, y si habían dado signos de ello nadie los había visto −o nadie había querido verlos−. Multiplicaron su población y sus recursos, fabricaron gran cantidad de armas y desarrollaron técnicas de guerra refinadas que les permitieron una expansión meteórica. Los pueblos invadidos luchaban hasta la muerte de todos sus miembros pues quienes se rendían eran usados como escudos humanos: los ejércitos enemigos avanzaban llevando delante nutridas filas de mujeres, niños y ancianos para que nuestras fuerzas tuviesen que matarlos antes de llegar a ellos. El dolor indescriptible que eso nos provocaba llenaba los campos de batalla de lágrimas y vanos gritos de desesperación. Pero había que disparar a los nuestros, no quedaba otra… y lo hacíamos.

Eso fue sólo el comienzo del horror. Cuando empezamos a repeler a los invasores y nos convertimos en un Ejército único capaz de lanzar una contraofensiva exitosa tras otra, pudimos descubrir las represalias que el enemigo, en su retirada, tomaba con las poblaciones conquistadas. Bosques de ahorcados nos aguardaban en las entradas y salidas de pueblos incendiados y ciudades arrasadas. Los ahorcados, todos varones ancianos y niños, tenían la cara desfigurada con fuego y los dedos de ambas manos quemados en un claro intento de impedir toda identificación. Estaban colgados de lazos de alambre de concertinas, con las manos libres para que pudiesen agarrarse a los cortantes filos y tuviesen ocasión de elegir la forma de su muerte: o ahogados o desangrados. ¿Qué mayor inhumanidad se puede imaginar? Las niñas y las mujeres estaban desnudas dentro de las casas, disparadas en su sexo las más ancianas, y tiradas por las calles las demás, violadas, con las carnes cortadas y bañadas en charcos de oscura sangre, pasto de alimañas. Sus caras, intactas a diferencia de las de los hombres, parecían decir: “mira lo que le hecho a tu madre, a tu pareja, a tu hija… ¡y lo he disfrutado!”

La maldad humana no conoce límites, y espolea la imaginación como ningún otro estímulo. La primera vez que vimos ese espectáculo fue en el pequeño pueblo norteño de Yartame. Avanzábamos despacio sobre un enemigo que se batía feroz y sembraba el terreno de trampas-bomba. Con los prismáticos habíamos podido entrever lo que nos aguardaba, pero hasta que llegamos a aquel bosquecillo a la entrada del pueblo, huido o muerto ya el último soldado enemigo, no nos dimos cuenta cabal de lo que allí nos esperaba. Caminamos sin aliento entre los colgados, en un silencio asustado y temeroso de cualquier sonido que pudiese despertar a aquellos hombres y niños y hacerles revivir lo que la piadosa muerte había conseguido acallar. Luego, ya dentro del pueblo, el ver los cuerpos de las mujeres… ¡Dios, qué era aquello!  Nadie es capaz de sobrevivir sano a esas visiones. El dolor tardó poco en convertirse en una rabia ciega y un ansia de venganza desmesurada que partían los huesos. Nadie quiso pensar o preguntar por la suerte de sus familiares, la mayoría en territorios conquistados, y el horror de lo que no queríamos imaginar, pero nos asaltaba en sueños, dio nuevas fuerzas a nuestros derrotados cuerpos.

En un último intento de invertir la suerte de la guerra, que a punto estuvo de dar al traste con nuestra Contraofensiva, el enemigo comenzó a bombardear los frentes con ratas infectadas y hambrientas que se lanzaban por nosotros como pumas. Muchos murieron de las enfermedades que nos transmitieron, pero lo peor era que mientras nos las quitábamos de encima unos a otros, no combatíamos y el enemigo conseguía recuperar cientos de metros duramente reconquistados.

Muchas veces dudé de si nos habíamos vuelto todos locos. Primero ellos, los invasores −¿por qué habían comenzado la guerra?, nadie lo sabía; sí que habían sido vencidos y humillados en tres guerras, pero las habían iniciado ellos− y después nosotros, por desesperación. Yo me sentía realmente enloquecido cuando, presa de las emociones más horribles, saltaba fuera de la trinchera y vaciaba cargador tras cargador, gritando como un poseso, hasta que el cañón del fusil se ponía al rojo. Entonces me arrojaba de nuevo al hoyo, cambiaba el arma y, con una tensión muscular insufrible, saltaba fuera nuevamente y seguía gritando y disparando. Por qué ninguna bala me rozó nunca, no lo sé. Pero si en uno de esos arrebatos me hubiesen matado, mi epitafio debería haber sido: “Aquí yace Tuutume Amilabe, “Tutín”, que perdió la razón siendo aún muy joven”.

Cuando poco después del séptimo mes del comienzo de nuestras victorias llegó la orden “Sin prisioneros” todos lo celebramos, y la mayoría no en secreto pues todos habíamos deseado ardientemente el genocidio completo de esa maldita raza. En adelante teníamos, pues, carta blanca. Nadie preguntó si había exclusiones a esa orden. Tampoco quisimos indagar si el Alto Mando daba alguna razón para prohibir la venganza. La orden era escueta, concreta, y no dejaba lugar a dudas para quienes habían aguantado mucho más de lo que un corazón humano puede soportar antes de romperse. Y a ninguno de nosotros le quedaba ya corazón, sólo odio y venganza. Todo lo demás era licencia de muerte y merecido botín de guerra. Esa noticia insufló un poco de ánimo en unos soldados harapientos, muertos de hambre, de frío, de calor y de enfermedades, comidos por los piojos, desarraigados de toda calidez y de toda humanidad y convertidos en autómatas de la muerte, a quienes aquel pueblo infame había arrebatado la juventud y, posiblemente, como en mi caso, la vida entera.

Los pocos prisioneros que habíamos hecho fueron ejecutados limpiamente de un tiro en la cabeza, sin oposición por nuestra parte, y ese acto lo vivimos como una liberación: los asesinamos con ganas. Pero los métodos se refinaron a medida que los ánimos se enconaron con los espectáculos que ya he relatado y otros cuyo recuerdo quedará sepultado conmigo en mi tumba. Lo que más costaba –no sé en qué pliegue del alma nos quedaba aún algo de humanidad− era matar niños. Pero había que hacerlo y se hacía: dejar una pareja viva habría significado no acabar con la raza. En nuestra Compañía los matábamos en grupo, con ametralladora. Estaban bien adoctrinados y habrían sido guerreros fanáticos y temibles que, a su tiempo, habrían desatado una terrible quinta guerra contra el resto del mundo.

Cada Compañía y cada Pelotón desarrollaron sistemas particulares de venganza y, en general, la peor parte la sufrieron las mujeres. Si prescindimos de las violaciones, quienes más se ensañaban con las cautivas eran las propias mujeres, que es algo que entonces jaleábamos, pero cuyos porqués nunca he llegado a entender; el fondo del alma femenina, tan dulce y tan sanguinaria llegado el caso, siempre ha escapado a mi comprensión. El hombre es violento, pero el animal más peligroso de todos es una hembra que protege a sus cachorros. En nuestra Compañía la Sargento Myrekur ideó un sistema para ahorrar balas y vengarse, al mismo tiempo; según ella lo había visto hacer en otra Compañía, pero, conociéndola, yo siempre lo he dudado. Atábamos a los prisioneros de dos en dos −hombre y mujer siempre que se podía− y los poníamos de pie al borde de un río o lago, cuando había uno en las inmediaciones, o en la orilla de una fosa. Allí se disparaba al hombre a la cabeza y éste, al derrumbarse, arrastraba a la mujer, que moría lentamente bajo el agua o asfixiada gritando entre cadáveres. Pensándolo desde hoy, era algo dantesco, pero entonces nos enardecía hacerlo y celebrábamos con risotadas, frases soeces y salvajes patadas en el culo el olor a excrementos que salía de la fila de prisioneros, creciente a medida que se acercaban al trampolín.  “¡A lavarte, guarra” le escupíamos a veces a la mujer a la cara mientras disparábamos al hombre.

Se violaba a las mujeres antes de matarlas, desde luego que sí, pero era algo que se mantenía en privado, no se alardeaba de ello ni se mostraba en público, y los cadáveres no se tiraban desnudos por las calles ni se exponían en los balcones. He de decir, además, que ni vi ni oí que se violase a niñas o se torturase a ancianas: simplemente se las mataba. Estábamos enloquecidos, sin duda, pero aun así no éramos como el enemigo. Cuando conquistábamos una posición y hacíamos prisioneros, muchas mujeres resultaban violadas, fuesen combatientes o civiles, antes de ser asesinadas. Nuestros soldados, sumidos en el desamparo más absoluto de una guerra injusta, desesperadamente larga y siempre incierta, anhelaban una carne caliente sobre la que calmar su miedo y su desesperación; más de una vez oí llorar y llamar a su madre o a su novia a quien había entrado a violar. Y los demás consideraban un derecho utilizar a las hembras enemigas, que se habían merecido todo lo que les ocurriese, para dar rienda suelta a sus apetitos y calmar sus necesidades. Las violaban con violentos golpes de su propio sexo contra el de ellas hasta que una eyaculación feroz los rendía. Entonces se levantaban y dejaban paso al siguiente. Se usaba, cuando la había, grasa consistente de blindado o ametralladora, que era lo único que teníamos a mano. Una vez que los hombres habían acabado entraban las mujeres a rematar a las cautivas si, por desgracia para ellas, les quedaba aún un soplo de vida. Nunca quise presenciar qué les hacían, pero lo que algunos contaban me provocaba sudores fríos incluso entonces, que estaba tan endurecido.

Siempre me he preguntado qué les ha pasado a los hombres, que les hace ser capaces de obtener placer en penetrar y eyacular en mujeres que los rechazan o que son ya meros pingajos de carne doliente y maloliente tirados en el suelo, con el sexo ensangrentado, rodeadas de heces y orina, y que sólo piden ya morir. Es como si la mayor parte de su sensibilidad humana se hubiese trasvasado a su miembro sexual y las emociones de la sensibilidad estuviesen encapsuladas en las sensaciones de ese miembro. Como consecuencia de ese trasvase, la unión de la sensibilidad y la fuerza sexual habría dotado al miembro sexual de la atracción irresistible de un polo magnético que hace que los hombres miren hacia donde apunta su sexo erecto. Cuando éste decide algo, la voluntad del hombre vira inmediatamente hacia ese objetivo y toda otra consideración o principio regulador o ético queda abocado al fracaso y sólo la represión y la amenaza de castigos surten algún efecto. Su mundo imaginario se llena de mujeres deseantes que excitan voluntaria y malvadamente su sexo. Por eso los hombres violan, porque no pueden resistirse a la orden de su miembro, que, obcecado, trastoca la realidad e impone su necesidad aún a costa de las evidencias y de la humanidad. Por qué infernal alquimia se ha trasvasado la sensibilidad humana a la erección de un miembro y ha quedado encerrada en él, hipertrofiándolo hasta enfermarlo y convertirlo en un instrumento de tortura, lo desconozco. No sé qué ha podido ocurrir para que un ser capaz de componer músicas sublimes sea, a la vez, esclavo de su miembro hasta el punto de ponerlo por encima de toda dignidad humana. Es para mí un misterio al que asistí, y sigo asistiendo, perplejo.

Las mujeres no se vengaban de los hombres violándolos; eso ni se les pasaba por la cabeza porque no parecen encontrar placer en ello. Su placer está en otros lados, por ejemplo, en desbancar a las otras mujeres −y lo digo con la precaución de quien no es mujer y no las puede interpretar más que por signos externos−. Comparada con el miembro masculino, su vulva parece vaciada de sensaciones, y la importancia que las mujeres les dan a las que sí tienen −por intensas que puedan llegar a ser−, comparada con la que les dan los hombres a las suyas, es insignificante. Al revés de lo que les ocurre a éstos, en las mujeres las sensaciones de la vulva parecen estar encapsuladas dentro de las emociones de la sensibilidad: si no se abren éstas, las mujeres gozan poco o nada de su vulva. Podrían haber gozado algo, siquiera algo, en las violaciones, como seguramente les habría ocurrido a los hombres de haber sido ellos los violados por mujeres; pero no, la penetración, el beso y el contacto físico les resultaban sólo castigo y dolor, sin el más mínimo atisbo de placer. Me resulta incomprensible –aunque constato con asombro que es así− que el canal de la vida en las mujeres no sea sólo, como en los hombres, canal de placer sino principalmente canal de dolor, en el parto, y de destrucción y tortura en las frecuentes violaciones que las mujeres padecen dentro y fuera de sus matrimonios. Nuevamente desconozco cuál es la alquimia que ha vaciado de sensaciones el sexo de las mujeres y las ha encerrado en su sensibilidad, hipertrofiándola hasta la enfermedad.

Con las mujeres del enemigo eran asesinas, como si tuviesen con ellas cuentas pendientes que los hombres no alcanzamos a vislumbrar: a los prisioneros hombres los mataban, con rabia y desdén, pero a las mujeres las destrozaban con saña si tenían ocasión. Los hombres penetraban a las mujeres, uno y otro y otro más, y sin piedad. Pero las mujeres de nuestra Compañía –y no sólo ellas, era cosa sabida− las remataban por el mismo lugar, consiguiendo que el dolor renovado arrancase aún alaridos en cuerpos casi muertos –y ya he sugerido lo que no quería decir, lo que mejor habría sido hurtar al mundo en la oscuridad de mi propio ataúd −. ¿Por qué era así?… no lo sé. Siempre se ha hablado de la guerra de los sexos y parece que el enemigo de la mujer es el hombre, pero el recuerdo de las mujeres de mi Compañía me hace dudar; tal vez pagan con las demás mujeres, que son débiles, los agravios que no se atreven a cobrar a los hombres, que las vencen. Aunque eso parece un argumento demasiado fácil. Realmente no lo sé.

Bastante antes del final de la última Contraofensiva, mucho antes de presentirse en el aire el final de la guerra, los enemigos comenzaron a suicidarse antes que rendirse o ser hechos prisioneros. Nunca nos quedó claro si lo hacían por el orgullo de no aceptar la derrota y sufrir la humillación de ver la victoria en nuestros ojos, o para no exponerse a la posibilidad de una muerte más dolorosa. Aun así, algunos caían prisioneros. Pues bien, las mujeres de nuestras Compañías pasaban entre ellos palpándoles el pecho y separando a las mujeres para ofrecerlas a ser violadas –siempre había muchos dispuestos a ello−, y darles cualquier otro tipo de muerte más aterradora que un simple tiro en la cabeza. La mirada última de tantas que enterramos vivas es algo que hace temblar de espanto mis noches.

No sé por qué las cosas son así. Tal vez el ser humano sea malvado por naturaleza y esté poseído por demonios, como dicen las religiones; o tal vez sea él, él mismo y no otro, el demonio mismo, el principio del mal, el Príncipe de las tinieblas. No lo sé y nunca lo voy a saber porque he reducido mi vida a dirigir la instrucción de reclutas en un cuartel de ínfima importancia. Ha sido un objetivo muy humilde, casi obtuso, lo sé, pero ha sido un objetivo buscado. Nunca me habría permitido llegar a más. Lo que hice en la guerra me descalificó como ser humano y yo mismo me he cortado las alas, no me he dejado levantar la cabeza en la vida. La general Varnin y otros compañeros de armas son mencionados en los libros de Historia –la escasa Historia que se cuenta a las nuevas generaciones sobre aquellos años oscuros− como héroes y heroínas salvadores del mundo. Pero yo he preferido sepultarme en vida porque soy muy consciente de la cruz que ensombrece la cara de mi vida. Cierto que contribuí a la victoria y que ahora podría ser General o más, y ésa es la cara. Pero no puedo olvidar el coste que supuso para mí hacerlo, y ésa es la cruz; para mí y para esa cosa abstracta que es la humanidad, que yo arrastré, vejé, destripé y aniquilé con saña en aquellos cinco largos años. Los títulos, los honores y los libros de Historia, que muestran la cara y ocultan la cruz, no son mi lugar.

Yo, por vergüenza, he preferido vivir escondido en mi pequeño cuartel de Guaramén, ocupado en un oficio anodino. No he aceptado más honores que los que por antigüedad me correspondían y a los que no podía renunciar. Tampoco he querido casarme ni tener hijos. Mi pobre novieta del Instituto, de la que no conservo ningún recuerdo, murió en el ataque a nuestro pueblo –mejor no saber cómo− y después he renunciado a toda relación: sólo de imaginar deslizar mi miembro por la vulva de una mujer se me revive la escena de aquella habitación a la que entré forzado, se me revuelve nuevamente el cuerpo y me produce dolor, vergüenza insufrible y un arrepentimiento impotente que me ha deprimido la vida entera.

¿Y tener hijos?… ¿Qué podría haberles enseñado yo?, ¿con qué cara me habría presentado ante ellos pretendiendo educarlos? ¿Yo… educar? No sé cómo mis camaradas pueden haber vivido una vida normal, escalando puestos en el escalafón, casándose, teniendo hijos y celebrando la vida con sonrisas. ¿Acaso han podido olvidar? ¿Cómo pueden dormir por las noches cuando las mías están pobladas de fantasmas con caras concretas que me torturan desde el otro lado? Yo no he podido olvidar ni dormir. Mi vida ha sido un tormento y me da un miedo pavoroso presentarme ante el tribunal de Dios tras la muerte. Por eso he decidido cometer genocidio conmigo mismo: mis dos hermanos y mis dos hermanas debieron morir en el ataque a nuestro pueblo –supongo− y yo he decidido acabar con mi linaje no teniendo hijos; no quiero perpetuar el mal que he traído al mundo.

La guerra hizo aflorar en nosotros todo lo malo que puede caber en una persona, maldad tan profunda y diversa que su dimensión no se puede ni sospechar antes de verse a sí mismo en situación. En ella, en la guerra, debe haber alguna clave para explicar lo incomprensible, porque ella fue lo que nos hizo malvados, lo que nos enseñó a gozar con el dolor ajeno.

El lector o lectora puede creerme o no, pero yo, aunque confieso que asesiné a sangre fría a prisioneros indefensos, que disparé muchas veces contra niños y bebés, que disfruté viendo ahogarse a mujeres atadas a hombres muertos, que eché cal viva sobre ojos desesperados y bocas desencajadas por el pavor, que cometí  otras muchas atrocidades que prefiero no recordar, y que deseé durante cinco años la muerte más afrentosa y dolorosa posible y un castigo eterno para todo aquel pueblo repugnante, yo, sin embargo, nunca puse la mano encima a una mujer con intención de violarla. Y no porque no sintiese necesidad mordiente de hembra, que sí la sentía, azuzada mi joven edad por la victoria, la sed venganza y la casi obligación de hacerlo. Pero no lo hice nunca… hasta que llegó aquel día fatídico, siete antes de la proclamación del final de la guerra y del asesinato del recordado Çaça.

No había conseguido despistarme como otras veces y estaba allí, oyendo los gritos e insultos de aquellas dos muchachas que, en la habitación contigua, se defendían como fieras, mordiendo con saña a pesar de estar atadas, sin importarles lo que ello pudiese reportarles en cuota añadida de suplicio. No conté cuántos hombres, cuántos compañeros a quienes tantas veces debí la vida, tuvieron que pasar sobre ellas para que callasen definitivamente. Sólo recuerdo que cuando me dijeron “Venga, Tutín, te toca, date prisa que eres el último. Estás de suerte, todavía queda grasa” hacía rato que ya no oía su lucha. Sólo era consciente de los latidos violentos de mi corazón, del grito de mis entrañas que me arañaban como gatos furiosos y sentía una alarma que crecía insoportable dentro de mí. Me levanté como pude y me desembaracé torpemente del fusil, del casco, de las cintas de balas y de las granadas prendidas a la pechera. Con el alma y el cuerpo en llamas crucé el dintel sin puerta que daba acceso a la habitación en que yacían las muchachas, sabiendo que no iba a ser capaz de hacer nada y sin intención de hacerlo, pero sin tener ni idea de cómo me iba a librar. Tenía la sensación de estar lanzándome a un abismo vacío con la certidumbre de no saber volar.

El recinto estaba en una cierta penumbra y sólo alcancé a distinguir dos bultos en el suelo, atados con las piernas abiertas y en alto y un charco negruzco bajo ellas, empapando los escombros. Los rostros estaban ensangrentados y caídos, posiblemente con los dientes rotos, golpeados con alguna piedra del suelo –así las gastábamos con las que mordían−. Tal vez ya estaban muertas, no lo pude saber porque sólo tuve tiempo para un breve vistazo. Recobrando el aliento, apoyado en una de las paredes, estaba “el anterior”; recuerdo perfectamente su nombre y la expresión indefinible de su cara, le estoy viendo entre los invitados a la celebración y sé que me felicitará y abrazará con afecto sincero, quizás olvidado de todo o quizás no, pero seguro de que “nuestro secreto” seguirá convenientemente tapado por siempre. Todos lo saben, pero nadie lo dice: ésa es la clave.

Una mezcla nauseabunda de olores me revolvió súbitamente el estómago y vomité las entrañas, vómito que salió disparado, incontenible, sobre una de las muchachas, la más cercana, y que me tiró a mí al suelo retorciéndome con un gemido gutural profundo que no sé de dónde provenía, provocado por el violento espasmo que no cesaba y me apretaba con furia el tronco. Cuando, alarmados, entraron los compañeros, me encontraron encogido, erizado y arrecido, con los ojos fuera de las órbitas y sin respiración, ahogado en un vómito de sangre y lágrimas. Inmediatamente me sacaron de allí librándome de la insoportable vista –¡gracias, gracias!−. Aquél desgarro de cuerpo y alma me ha acompañado toda la vida, y es a través de ese cristal como miro a las mujeres que he conocido después: no puedo evitarlo. La inmundicia que arrojé sobre aquella desdichada me ha quemado la piel desde entonces. Si aún estaba viva lo tuvo que sentir como una última y asquerosa vejación y eso ya no puedo ni deshacerlo ni soportarlo. Forma parte de mi afilado martirio personal.

En un momento sentí que una mano de mujer me acariciaba –quizás Varnin o alguna de las otras, no lo sé− y lo agradecí en el alma. Siendo yo tan joven, el contacto de una mujer en ese momento fue como la caricia de mi madre cuando estaba enfermo, y las lágrimas se deslizaron de mis ojos, esta vez cálidas, copiosas y ya más serenas. Después dejé de sentir las caricias y con algún pliegue no devastado de mi consciencia supe que habían entrado en la habitación a rematar la labor. En la situación en que me encontraba era imposible hundirme más, pero aquel pensamiento lo logró y hasta hoy no he podido quitarme de la cabeza la lacerante llaga de saber que para vengar lo que le habían hecho, fuese lo que fuese, al benjamín del Pelotón, que era yo, se ensañaron especialmente con las chicas. Si pagaron más de lo estipulado, fue por mi culpa. ¡Rezo a Dios por que ya estuvieran muertas cuando entraron!

3

Ahora tengo que hablar, es el momento de mi discurso. Todos me miran con caras sonrientes y tengo la certeza de que me aprecian de verdad: me cuidaron durante la guerra, me han querido y se han preocupado por mí durante la paz, me han incluido en sus familias cuantas veces lo he deseado y me estiman sinceramente ahora. Paseo la vista por los rostros que me contemplan con impaciencia y algo de sorna cariñosa –saben de sobra que esta situación no me gusta nada−  y no reconozco en ellos la sangre ni la crueldad. Son buena gente, sí, padres y madres de familia que arriesgaron su vida cuando se les pidió − ¡que no se olvide!−, que han educado amorosamente a sus hijos y han trabajado con ahínco por la paz y el bien común. Sí, pero hicieron lo que hicieron, y eso no se puede borrar… yo no lo puedo borrar, y sé que habría que denunciarlo. Y hay que hacerlo ahora… ahora o ya nunca.

La historia entera de mis dudas pasó por mi cabeza en el breve lapso de una oportuna tos educadamente ahogada contra el puño de mi guerrera. ¿Debía denunciar los salvajes hechos de la guerra? ¿Cuáles sí y cuáles no? ¿O la guerra, una vez que se admite, es justificación para cualquier acto? ¿Puede haber una ética de la guerra, o eso es contradictorio en sus términos? Hay tratados y convenios internacionales, sí, pero ¿acaso no son más que hipocresía los compromisos de los Estados que los firman? ¿Por qué unas barbaridades sí son tolerables y otras no lo son? ¿Cuál es la lógica de la guerra, cuál es la lógica de la inhumanidad, y qué moral humana puede sustentarse en ella? Y si no hay una ética de la guerra ¿sobre qué fundamento se puede formular una denuncia? ¿Qué es evitable en una conflagración de odios enconados y qué es inevitable?

En una guerra como la nuestra, en la que no hubo permisos ni licencias porque no se podía prescindir de nadie y no quedaban familias a cuyo regazo regresar, los soldados perdimos rápidamente el sentido de la realidad. Nada de lo que acontecía era real, era un mal sueño que duraba porque, simplemente, no teníamos cuajo para cortarlo de un disparo en la sien, y del que sabíamos que no íbamos a despertar. Quienes, como me ocurrió a mí, sobrevivimos, tardamos mucho en darnos cuenta de que ya no había guerra y la vida regresaba. A mí me siguió despertando muchas noches el tableteo de las ametralladoras y a menudo he acabado extenuado de huir bajo las sábanas, despavorido y perdida toda dignidad y autocontrol, de un enemigo que siempre me da alcance. Durante algún tiempo estuvimos buscado soldados o civiles entre los escombros y organizando razzias que se desplazaban esperanzadas de un pueblo a otro cuando se corría la voz de que en tal lugar habían aparecido enemigos arteramente escondidos. Habíamos olvidado qué era vivir sin tener nadie a quien matar y necesitábamos encontrar rivales que siguiesen dando sentido a nuestra vida. Nos habíamos convertido en una jauría asesina, deshecha en su humanidad.

¿Qué era punible o, tan siquiera, juzgable, en nosotros? ¿Cómo se atreve a levantar su atiplada e higiénica voz para juzgarnos quien no se ha recocido cinco años en una trinchera entre barro, mugre y ratas insaciables? ¿Quién tiene derecho? Y lo bramo desafiante y a pecho descubierto: ¿quién se cree con derecho a hacerlo? ¿Acaso hay algo que esté siempre bien y algo que esté siempre mal? ¿Y quién lo dictamina, quién o qué tiene la altura suficiente como para situarse por encima de la gente común, ciega, ver más lejos que ella y decir «esto está bien y eso está mal porque yo lo sé»? ¿Quién? ¿Dios? ¿Qué Dios? ¿Quizás algún Dios guerrero, alguno justiciero o más bien alguno amoroso, de esos que prevén un infierno eterno para quienes no se sometan a sus mandamientos? ¿O, tal vez, el bien y el mal, lo que está bien y lo que está mal, están determinados desde siempre, por sí mismos, sin que haya nadie ni nada que lo haya decidido así? ¿Hay, acaso, una moral natural, una forma de comportamiento que habría de salirnos espontánea a todos y que me habría impulsado a mí a no violar en la guerra? ¿Por qué esa misma ley sí me dejaba ametrallar bebés? ¿Por qué otros no la sentían y violaban con ganas y aparente satisfacción? Si está en nuestra naturaleza, ¿por qué no la conocemos, por qué no se impone como se impone el abrir los ojos por la mañana o el bostezar al anochecer?

Aunque me he gritado a mí mismo mil veces estos argumentos delante del espejo para arrasar mis dudas, éstas vuelven a resurgir, como un resorte que recupera su posición cuando cede la fuerza que lo presiona. La guerra destrozó mi juventud; los recuerdos y las dudas sobre lo que es justo y lo que no, han arruinado mi vida.

¡Por Dios!, ¿qué debo hacer?


4

Antes de que los comensales comenzasen con los habituales jaleos y palmadas de ánimo –“¡que hable, que hable, que hable…!”−, el Coronel Tuutume Amilabe, “Tutín” para todos, se aclaró la garganta, y, con la voz cortada y un gesto que no se sabía si iniciaba una sonrisa o daba paso a un gemido, comenzó a hablar.

 
 

¿Qué dijo el atormentado Coronel? Entiendo que esperes leerlo a continuación, pero yo no sé cuál es la salida de la ratonera en que la vida le metió… ni si tiene salida; ni tan siquiera sé qué me gustaría que hubiese dicho. Nuestro buen Coronel, tú y yo estamos modelados en el mismo barro y tú, lector o lectora, sabrás lo claras que tienes las cosas y si puedes poner las manos en el fuego por ti. Las quemaduras que marcan las mías me han enseñado a no volver a arriesgarlas por mí mismo ni aun en lo que pueda parecer más sencillo y simple. Y este relato es cualquier cosa menos simple y sencillo: está dibujado con ribetes deliberadamente renegridos y agridulces para no dejar escapatoria.

Comprendemos los movimientos que conducen a conflictos bélicos, pero que hayamos estado siempre enzarzados en guerras, que éste haya sido y sea nuestro recurso principal para resolver problemas de espacio vital, eso no es comprensible en seres emocionales e inteligentes; que aún hoy la confrontación destructiva –fría o caliente, declarada o como amenaza, política o económica, de desgaste o atómica, táctica o psicológica, quirúrgica o total…– ­­sea la manera habitual de obtener lo necesario para la vida o de defenderlo, tampoco lo es.

¿Se trata de una circunstancia –duradera, pero circunstancia– o es un destino? ¿Estamos condenados a pelearnos por siempre contra los demás por el bienestar? Nuestro bienestar es una función de resta más que de suma: sólo podemos disponer de lo que necesitamos, poseyéndolo, y poseerlo significa desposeer de ello a algún otro. ¿Está inscrito en nuestra naturaleza que “mío” o “yo” implique necesariamente “no-tuyo” o “no-tú”?, ¿está escrito que la vida haya de desplegarse siempre entre dos estaciones excluyentes: “o mío o tuyo”, “o tú o yo? Esa es, desde luego, la ley que rige la vida no humana, como constató Félix Rodríguez de la Fuente con la claridad que le caracterizaba.

«Si se quiere sobrevivir y tener éxito en el planeta Tierra como individuo o especie, no hay más remedio que tener éxito en esta ley … de comer a otro y no ser comido por nadie … Dejen ustedes de comerse a otros … −incluso mis inocentes y admirados vegetarianos− … y desaparecerán de la Tierra. No hay más remedio que comerse a alguien para seguir viviendo y no hay más remedio que no dejarse comer por nadie para no perecer. Tremenda ley». (https://www.youtube.com/watch?v=2v0d1G3St_Q)

¿Esa ley carnicera ha de regirnos también a nosotros? ¿Tan sapiens y nuestro único futuro es vivir en un mundo desangrado por la necesidad de apropiación privada excluyente de la vida y de lo necesario para mantenerla? ¿No evolucionaremos nunca al “nosotros”, al “nuestro”, al “de todos, luego de nadie?”

La destrucción y el sufrimiento que provocan las guerras hace que al final de cada una decidamos que ésa ha sido la última −la guerra que acabará con todas las guerras− y que intentemos inculcar ese espíritu a nuestros descendientes. Pero esas intenciones quedan vacías cuando esas generaciones sufren o presencian injusticias insoportables, o si su humanidad sucumbe a la avaricia. Entonces la violencia desatada resurge de su artificial destierro, esperanzadora como ave Fénix, las poéticas del honor, el valor, la justicia, la venganza, las patrias, los altos ideales, el sentido glorioso y heroico de la vida, etc. se enardecen virulentas y brillantes, y una nueva guerra se apresta a condicionar el presente y futuro de quienes, una vez enzarzados en ella, se arrepentirán e intentarán en vano que sus descendientes no repitan su mismo error.

No es posible ganar una guerra o llegar a una victoria definitiva. Parece que gana quien clava el último cuchillo: el adversario cae y la victoria acaba con la guerra. Pero el cuchillo queda en el cuerpo del vencido y, más pronto que tarde, éste lo usará contra el vencedor o contra quien pretenda ponérsele delante. Eso genera un estado de guerra perpetuo pues todos −pueblos y personas, todos alternativamente vencedores y vencidos, posesores y desposeídos− guardamos cuchillos antiguos que esperan su oportunidad. La dinámica de la desposesión o resta, en la que “mío” significa necesariamente “no-tuyo”, y que mi vida, su calidad y seguridad dependan de poseer tantos “míos” como me sea posible, aun al precio de que tú quedes correlativamente desposeído hasta de la vida, que las otras vidas sean el alimento de la mía, eso es lo que está en la base de todo.

Eso convierte a la confrontación en interminable pues escribe el devenir humano en una secuencia de períodos de confrontación y períodos de génesis de una nueva confrontación –también llamados paz− en que las generaciones presentes, olvidadas del pasado, sienten, de manera creciente, su desposesión o su ansia de más “míos”.

Conocemos el precio de la guerra, pero no se nos ha ocurrido pensar si pagamos precios, en la paz, por vivir en un estado continuado de confrontación. Y así es. El desarrollo tecnológico, por ejemplo, es hijo de la confrontación de míos pues ha sido ésta, más que cualquier otra condición, lo que lo ha refinado. Eso imprime al avance tecnológico un sesgo o tono que impide su socialización: la tecnología no ha sido un logro humano sino el arma de la victoria en la lucha de todos contra todos, desde tiempos inmemoriales. La tecnología, generadora de poder, permitió al homo sapiens enseñorearse y aniquilar o desterrar hasta su desaparición a todas las demás especies de homo que han coexistido con él en los últimos 2,5 millones de años. Y sigue permitiendo a unos sapiens desangrar a otros para acumular “míos” a costa de “tuyos”, para sobrevivir “yo” alimentándome de “”.

¿Hay más elementos de nuestro día a día que estén determinados por vivir en un estado continuado de competición por la vida? Posiblemente todos. De forma transversal, el vivir en pie de guerra, el que cualquier otro sea mi posible o real competidor en lo que necesito para vivir y vivir bien, sesga –o, tal vez, determina− las formas sociales, económicas, intelectuales, religiosas y espirituales. No somos conscientes de ello porque esa condición es como el suelo dado a partir del cual se teje la vida, suelo con el que se cuenta y sobre el que se camina, pero que no se ve.

Otro ejemplo. El profundo amor que sentimos por nuestros hijos e hijas parece puro y sublime, incondicional –el que más, ¡el amor de una madre!−, pero está igualmente condicionado. Bajo el influjo de vivir en un estado de guerra intentamos dar a nuestros hijos la “mejor” educación a nuestro alcance. Noble pretensión que destila amor y sacrificio, pero que esconde la no tan noble realidad de querer proporcionarles las herramientas para vencer a los demás en la competición por la vida pues sabemos que unos nos alimentamos de otros y que el pez grande es quien se come al chico: necesitamos, por amor, que nuestra prole sea la más grande pues no queremos que acabe devorada. A los demás… ojalá les vaya bien, pero si no, lo siento, es cosa suya; yo defiendo a los míos.

El callejón sin salida que atormenta al Coronel Amilabe, es otro de esos precios. ¿Puede haber una ética de la guerra o de la mera confrontación cuando lo que está en juego es el “o tú o yo”, cuando si tú ganas yo me quedo sin lo que necesito o anhelo, cuando para que tú vivas yo tengo que –de la manera que sea− morir? ¿O, más bien, el estado continuado de guerra es la negación de toda ética más allá de la natural prehumana, esa que dice “comer y no ser comido”, la negación de eso tan escurridizo que es lo humano?

Mientras no tengamos de humanos más que la pertenencia taxonómica al género homo y no trascendamos el planteamiento prehumano del “o tú o yo, luego yo y los míos”, los tratados internacionales serán papel mojado porque −como está escrito en los fundamentos de nuestra alma animal− en el amor y en la guerra todo vale. Esa ley no provee vida para todos sino victoria y supervivencia para unos al precio de la extinción de otros; victoria que es producto de la fuerza y el poder – esos ’kratos’ y ‘arjé’ que aparece en conceptos como ‘aristocracia’ y ‘monarquía’−. La fuerza y el poder aseguran la vida a quien lo detenta –léase, además de físicamente potente, listo, astuto, avispado, diestro, bien protegido, rico…− como se la aseguran a la araña que se come a la mosca. Pero no nos hace más humanos pues nos mantiene en la tónica vampírica de la vida en este planeta.

Una sociedad de desigualdades no es humana, es prehumana, y no es fruto de la inteligencia sino de la fuerza. Pero se precisa inteligencia –no fuerza− para salir de ese círculo vampírico de la vida, no sólo porque no es humano sino porque nos está acercando al absurdo de la extinción. En un mundo global, la supremacía tiende a ser absoluta, sin competidores, lo que lleva aparejada la extinción general de éstos (de la vida) para alimentarla. El avance hacia la humanidad exige, pues, la desaparición de cualquier tipo de ‘kratos’ o ‘arjé’; por ejemplo, y como paso ya conocido, por dilución de esos principios en múltiples sujetos (democracia).

El callejón que atrapa al Coronel Amilabe nos encierra a todos. En el contexto del estado de guerra no hay consuelo para sus problemas de conciencia; puede haber componendas, pero no hay solución. Lo único que podría hacer sería, como los demás, mirar para otro lado. Pero… justo a eso es a lo que no está dispuesto él… ni yo… … ¿ni tú?

¿Por qué?

No lo sé. Pero constato que hay gente que, sabiéndose araña, anhela una forma de vivir cuya realidad y horizonte sean el con-vivir, en la que el contra-vivir sea sólo un recuerdo del pasado, un paso necesario, pero ya superado.  Con-vivir para vivir mejor porque en el contra-vivir, quien queda abajo –la mosca− malvive porque pierde su sangre y quien queda arriba –la araña− malvive porque la supremacía de alimentarse de la sangre de los de abajo obliga a revalidar continuamente la victoria rodeándose de llaves, alarmas, policías, soldados, armamento…  obliga, en definitiva, a mantener el estado de guerra porque quien ahora es vampirizado buscará, siempre y necesariamente, ser quien desangre a otros. Los desangrados no son “buenos” por serlo: ni los esclavos de ninguna época ni los obreros ni los pobres ni las mujeres ni los subsaharianos… nadie es bueno en un estado de guerra: todos son, simplemente, personas o colectivos que esperan su oportunidad de supremacía.

Urge encontrar formas de avanzar del “o tú o yo, luego yo” al “los dos” y al “todos”, de pasar de la moral natural de la vida a una moral humana. En la primera, bueno es lo que sostiene mi vida y la de los míos, y malo lo que la extingue. En ella, matar no es asesinar, no hay decisión sino determinación y por tanto no hay maldad, todo depredador es inocente del dolor que causa y no se hace reo de culpa. Por el contrario, una moral humana ha de ser un sistema ético abierto, sugerido por la evolución del cerebro emocional, pero no determinado por instintos, naturalezas, autoridad ni deidad alguna sino pensado y decidido y, por tanto, voluntario. Esta entrada de la consciencia y la voluntad abre la puerta a la maldad y a la culpa… pero también a la con-vivencia y al mejor-vivir pues la moral prehumana no ofrece vida plena a nadie.

Esa evolución no será fácil, pero de que lo consigamos dependerá que lleguemos a ser humanos y sigamos vivos como especie. Como camino, fijémonos en las pequeñas cosas que está a nuestro alcance variar. Por ejemplo, ¿somos coherentes cuando vamos a una manifestación antibelicista embroncados con nuestra pareja, después de haber engañado a un cliente, habernos enriquecido a costa de nuestros empleados o haber amedrentado a nuestros alumnos? Las benditas tribulaciones de conciencia del Coronel Amilabe, aunque no tengan solución, nos abren la esperanza de que, aunque actualmente necesitamos ser la araña, no nos parece bien serlo, y eso, unido a la premura de evitar una extinción global, puede mover los hilos de una nueva evolución hacia eso que aún no ha habido en la historia y que tenemos que inventar, el homo humanus.

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