CALLEJÓN SIN SALIDA (I)
Amordaño y Dañoamor
A Luis empezó a gustarle Sergio desde que, de niños, se conocieron en la escuela. Lo tenía claro, aunque por aquel entonces no sabía qué era eso de gustarse. Sólo sabía que le iba más estar con él que con los otros niños y niñas de clase, hablar con él, echársele encima en clase de gimnasia, ir a estudiar a su casa, ponerse juntos en clase… y que la gente los considerase inseparables. Ya de más mayores, le veía como el mejor portero de la liguilla del Insti, el más guapo y el que más sabía de mates; además hablaba muy bien y sabía poner en su sitio a algunas tontainas de clase que no eran más que tetas (¡eso pensaban ellas!) y culo. Sergio, por su parte, no sabía nada, no estaba seguro de nada, no se planteaba nada, simplemente se dejaba llevar. Las cosas sucedían así, sin más.
Pero todo empezó a cambiar cuando notaron que la gente del Insti hablaba y sonreía a sus espaldas.
—¿Qué? —se volvía Luis— ¿qué habéis dicho?, ¿de qué os reís?
—De nada, de nada.
Y se alejaban riéndose y haciendo muecas.
—Esos están tontos —intervenía Sergio; y como tampoco obtenía respuesta, añadía— Bah, déjalos.
Eso la primera vez, y la segunda, y la tercera… pero la trigésimo segunda o la centésima —¡quién las contaba!— empezaron a mosquearse: ¿no se estarían riendo de ellos?, ¿qué habían hecho?
Eso empezó a ocurrir en tercero. Y un día en que, entre clase y clase, pasaba Luis hacia los servicios por delante de la puerta abierta de un aula vio por el rabillo del ojo a dos burros que jugaban a darse coces, y oyó que uno le gritaba al otro, muerto de risa
—¡Maricón! ¡No me metas mano, mariconazo, que eres más maricón que el Albita!
Eso lo paró en seco, aunque la bofetada que recibió le impidió darse cuenta cabal de lo que pasaba. Quedó estupefacto, helado: el Albita era él, Luis Alba, “Albita” para los amigos y para aita y ama y para todos. ¿Y habían dicho que él era eso… mariconazo, maricón…? No podía ser. Miró de improviso y lo que vio no le dejó lugar a dudas: los dos jumentos habían dejado de cocearse y se desternillaban de risa señalándole a él.
Eso le hizo caerse del guindo. El creía que él era sólo él, simplemente él, Luis Alba Gorriti, y no se había cuestionado nada de nada de cómo era él, como tampoco se había cuestionado su forma de respirar… simplemente era él. Pero debía de estar equivocado, ese “Él” llevaba colgando un cartel grande que los demás veían y él no. Y en ese cartel ponía, en letras bien grandes y luminosas “MARICÓN”. Los días y meses que pasó después no son para contar. Pero con un poco de ayuda de aquí y de allá fue aceptando las cosas como eran y comenzó a sacarle sonrisas otra vez a la vida. Eso le ocupó lo que quedaba de tercero y casi todo cuarto.
Quien lo llevó peor fue Sergio. Al principio se hundió y se escondía de los demás, de sus padres, de su hermana y dejó de ir a clase, comido por la vergüenza. Cuando regresó empezó a apartarse pública y combativamente de Luis, a diferenciarse, a hacerle de menos, y hasta a llamarle “marica” algunas veces: «¡tú calla, marica!». Aunque se le rompía el corazón cuando lo hacía, no podía hacer otra cosa.
—No entiendo por qué haces eso —le decía Luis cuando conseguía hablar con él a solas—. No entiendo por qué lo haces precisamente ahora, que es cuando teníamos que estar más unidos que nunca.
Pero lo aceptaba porque seguía aceptando todo lo que venía de Sergio; lo veía aún como el mejor portero de la liguilla del Insti, el más guapo, el mejor en matemáticas y el que mejor sabía hablar y poner a la gente en su sitio, aparte de que le seguía gustando a pesar de todo, y ahora que ya sabía qué era eso, le gustaba aún más.
En bachillerato Sergio, que ya había vuelto a hablar a Luis, aunque siempre dejando claras las distancias, comenzó a salir con una chica. Aquello confundió del todo a Luis, que lo miraba perplejo. El podía enfrentarse al menosprecio de los demás, pero eso… ¿cómo era capaz?
—¿Pero qué ves en una chica? ¿Cómo te puede atraer? —sentía ganas de decirle.
Pero no se lo decía. Y a veces los seguía y observaba en secreto los besos, bromas y arrumacos que se hacían y, a la vez que sentía asco por la chica, experimentaba también una envidia infinita de las caricias de Sergio, de su boca, su risa y sus palabras. Esas palabras, besos y risas que eran suyos. En medio de su pasión atormentada Luis abrigaba la secreta esperanza de que aquello no durase mucho y Sergio volviese a él; él le perdonaría y todo volvería a ser como antes, mucho mejor que antes porque la lucha contra el mundo los uniría más aún. Pero no fue así, los meses fueron sumándose uno detrás de otro y Sergio seguía hablando, quedando y saliendo con la chica.
Luis se fue encerrando poco a poco dentro de sí, acumulando resentimiento y desesperación. Se tornó taciturno, huidizo, lastimoso, pobre, quejoso. Sus padres estaban muy preocupados y sin saber qué hacer, y los profesores, cuando las notas se fueron al traste comenzaron a preocuparse también. Quedaron con los padres, hablaron con ellos, pero nada; Luis se había vuelto impenetrable. Y para sus adentros disfrutaba cada vez más con aquella desesperación de los demás, sentía que le gustaba hacerlos sufrir. Que padeciesen como él estaba padeciendo. No era justo, lo sabía, pero ¿acaso la vida estaba siendo justa con él?
Pasó el tiempo, mucho tiempo, y una tarde sonó el teléfono fijo en casa de Luis.
—Diga —cogió el padre.
—Hola, ¿está Albita?
— Sí, ¿de parte de quién?
—De Sergio.
—¡Hombre, Sergio, chavalón! ¿Qué es de tu vida? ¿Qué tal estás?
—Bien… ¿Está Albita?
—Sí, ahora le digo que se ponga. ¡¡Albita... teléfono!! Perdona que no te haya conocido, chico, pero como hace tanto que no llamas…
—Ya…
— Bueno, aquí está, te paso con él.
Al pasarle el teléfono a su hijo, que venía preguntando quién era, le dijo en el tono más natural que pudo encontrar
—Es Sergio.
Luis no mostró ninguna emoción. Cogió el auricular y dijo sólo
—¿Qué hay?
—Nada. ¿Qué tal andas?
—Bien.
Pausa. Otra vez Sergio
—Bueno pues… nada, que te llamaba a ver qué tal estabas.
—Bien, estoy bien.
—No… y que a ver si… si te apetece salir a dar una vuelta un día de éstos, no sé… como antes.
—¿Y tu novia?
—¿Quién, Mónica? ¡Bah, deja eso, no era mi novia! Era una estúpida, la he mandado a paseo; no quiero volverla a ver ni en pintura. ¡Si nunca ha ido en serio!
Otra pausa.
—Bueno, qué… ¿damos una vuelta?
Y salieron ese día, y otro y otro más y siguieron saliendo y quedando ya como pareja. Pero las cosas ya no eran como antes. Luis no era el mismo. Martirizaba a Sergio, y éste, por la conciencia de culpa que tenía, se dejaba torturar. Como en el fondo era un poco pánfilo, caía en cada trampa que Luis le tendía. En una ocasión en que querían ir al cine estuvieron un rato dudando entre dos películas y al final dijo Luis
—Bueno, mira, me da igual, escoge la que quieras.
—No, escoge tú, que me da lo mismo.
—No, venga, escoge tú. Me fío de tu intuición.
—Bueno pues… ésta —y señaló una de las dos.
—¿Ves?, ya sabía yo que ibas elegir ésa. ¿Por qué lo haces? ¿Por qué siempre tienes que llevarme la contraria?
—Pero si yo no te llevo la contraria.
—Sí, sí me llevas la contraria. Tú sabías perfectamente que yo prefería la otra.
—Si has dicho que te daba lo mismo.
—Claro, para probarte. ¿No ves cómo no te fijas en mí? No me tienes en cuenta. ¿Acaso no sé yo lo que tú quieres sin que me lo tengas que andar repitiendo a cada paso?
Esto exasperaba a Sergio, lo sacaba de quicio. Pero aguantaba porque creía que se lo tenía bien merecido: él le había fallado cuando más lo necesitaba.
En otra ocasión le dijo
—Tengo ganas de que me regales algo. Hace mucho que ya no me regalas nada.
Cuando al día siguiente le trajo un paquetito envuelto en papel de regalo, Luis lo miró con gesto ausente:
—¿Qué es?
—Tu regalo.
—¿Ah, sí? ¿Qué es? —displicente.
—Una vela de olor para tu cuarto —pretendiendo estar ilusionado y risueño.
Luis hizo una mueca y sin mirarlo ni decir nada más se puso a hacer otra cosa. Sergio, atónito, le preguntó:
—¿No te gusta?
—Sí, pero habría preferido que hubiese salido de ti. Los regalos, si no son espontáneos, no valen la pena. ¿Es que siempre te lo tengo que decir para que te acuerdes de regalarme algo? Te tiene que salir espontáneo el hacerme regalos, si no, no son sinceros. Los regalos obligados son limosnas, y yo no quiero limosnas. Te puedes llevar tu velita y que te aproveche.
En otras ocasiones era todo mucho más sencillo. No pasaba nada, no ocurría nada. Simplemente se encontraban y Luis le decía sin más ni más:
—Hoy estás de mal humor.
—Nooo.
—¡Cómo que no! Te lo noto. A ti te pasa algo.
—Que no, que no me pasa nada.
—Entonces ¿por qué estás así?
—¿Cómo así? Si no estoy de ninguna manera.
—¿Qué pasa? ¿Es que te he hecho algo?
—Que noooo, que no me has hecho nada.
—Si crees que te he hecho algo es mejor que me lo digas y que no andes rumiándolo todo por dentro, como sueles hacer, que luego se pudre y huele mal.
—Que no, que no me has hecho nada —y Sergio empezaba a perder la compostura.
—Entonces ¿por qué estás mosqueado? —Luis seguía perfectamente frío.
—¡Que no estoy mosqueado! ¡Déjalo ya! —y Sergio casi gritaba.
—Entonces ¿por qué gritas? —le decía en un tono venenosamente sosegado.
—¡Es que me exasperas, me vuelves loco, me hartas! —y Sergio gesticulaba y abría los ojos desmesuradamente, como si efectivamente estuviese loco y a punto de cometer un asesinato.
—¿Ves cómo sí crees que te he hecho algo? Si ya lo sabía yo. A ver, ¿qué es?
—¡¡¡Buf!!! —explotaba Sergio
—¿Así que no te pasaba nada, eh? ¡A mí me vas a engañar!—remataba la jugada Luis ante un Sergio vencido y desarmado.
En esas ocasiones Sergio perdía del todo la paciencia y la razón y sufría, impotente, sin lograr zafarse de las tenazas con que Luis, con maestría de poseso, conseguía aprisionarlo una y otra vez. Por más que analizaba las situaciones y sus propias reacciones y sentimientos, no veía cómo podía hacerlo. Más de una vez estuvo a punto de abofetearle, agarrarlo de las solapas y zarandearlo con violencia para hacerle entrar en razón por la fuerza o, al menos, para dar salida a la ira que se recocía a presión, y sin escape, en su interior.
El contenido de esta historia es que, demasiado a menudo, en nuestros corazones el amor comparte plaza con otros sentimientos que le son contrarios pero que lo acompañan en un maridaje imposible pero real. El relato nos conduce por los tortuosos laberintos de las pasiones incontenibles, que son nuestra vida y nuestra muerte. Ambos –Luis y Sergio− se ven acosados por los fuegos opuestos, pero maridados, del amor, la venganza justa y la culpa ardiente. Entendemos a Luis y entendemos a Sergio y desearíamos que dejasen de sufrir pero ¿sabríamos hacerlo nosotros?
Supongo que este relato te habrá tocado dentro a ti, lector/a, bien como Amordaño o como Dañoamor, como protagonista (Luis) o como antagonista (Sergio) de tus propias historias, las que van tejiendo tu vida de amor y desesperación o resignación, y que darías algo valioso a cambio de hacerte con la respuesta y no volver a lanzar tenazas o no quedar aprisionado/a entre sus fieros e incorruptibles dientes.
Comprendemos la infinita cantidad de daño que se había acumulado en el interior de Luis y empatizamos con la misma cantidad de quebranto depositada en el corazón de Sergio. Cada beso dado por Sergio a Mónica era una ardiente herida en la boca de Luis. Cada gesto de desprecio y cada «¡tú calla, marica!» eran una llaga incandescente fundida a fuego en su alma. Si pudiese olvidar y perdonar… pero ¡cómo iba a olvidarlo!, ¡cómo podía perdonar! Si le perdonase, si consiguiese perdonarle, sería feliz. … … ¿Seguro? ¿y qué haría con esa infinita y justa necesidad de venganza si no se vengase también infinitamente, sin cesar? No, no sería feliz. Tampoco es feliz torturando a Sergio pero no puede hacer otra cosa. En su interior, en secreto, espera y desea que algún día se le agote el depósito del odio, y el sol del amor sosegado vuelva a salir espontáneamente en sus vidas. Pero teme que, antes de eso, Sergio le abandone; y sería justo –lo entiende− pero anticiparlo le desgarra las heridas y le exacerba el ansia de reparación. No ve escapatoria; se siente aprisionado en sus propias tenazas.
Cada risotada presentida a sus espaldas destrozaba las defensas del niño Sergio y huir de la quema era lo único que se le ocurría para salvarse de las llamas. Con demasiada facilidad, desde nuestra cómoda posición de espectadores, le llamaríamos cobarde, pero qué más se le puede pedir a un preadolescente que siente que la pujante vida que le inunda se ve sistemáticamente enceguecida por el denso humo de las risas, el ridículo y la vergüenza despiadadas. A la vez, una voz comenzó a atronar en su interior gritándole «¡normal, sé normal, sé normal!» Sergio huía de Luis, no se separaba, huía. Pero lo hacía cargado de culpa, culpa infinita cuya condonación –lo sabía− exigiría una expiación también perpetua. ¿Y Mónica? Sólo él conoce el sufrimiento de forzar una pasión que no sentía, de forzar besos, de violentar caricias que le repelían y conseguir erecciones fingidas para un sexo desastroso y asqueroso que sólo contenía sudores fríos por el daño que intuía que hacía y se hacía. Sólo él sabe lo que es verse caer en un abismo sin retorno al conocer a los padres de Mónica y a su hermano −¡qué majos!… pero él ¡un traidor!−, al hacer planes de futuro como pareja… Sólo él conoce el sonido de dos almas al hacerse añicos cuando un día, inesperadamente y ante unos reproches cariñosos de Mónica, se le escapó por la boca:
—Lo siento Mónica, de verdad que lo siento muchísimo y sé que habría tenido que decírtelo antes, que no te mereces esto, pero es que soy homosexual –lo soltó de una tirada, sin haberlo decidido ni ensayado y asustado con lo que salía de su boca.
—¡¡¿¿Qué??!!
Pausa nerviosa.
—Eso… que soy homosexual.− con la voz quebrada, atragantada.
Los ojos desbordados de Mónica quedaron sin respiración unos instantes eternos, y después, los hombros, incapaces de sostener una cabeza electrocutada, la dejaron caer durante otro infinito. Sergio, sin saber cómo actuar ni qué decir, pero consciente de que lo estaba haciendo todo mal, de que lo había hecho todo mal en su vida, se volvió y comenzó a irse, y Mónica, que aún no encontraba las lágrimas que después la inundaron, lo vio irse mientras su alma se lanzaba a por él con pasión desesperada.
—Vuelve, ¡vuelve!, ¡¡vuelve, por favor, vuelve!!
Pero Sergio se alejó de ella para siempre, soportando una culpa que le pesaba como un dios vengador.
—Todo lo malo que te pase de ahora en adelante te lo tendrás bien merecido —oyó que una voz musitaba dentro de él. Y él asintió: «todo lo malo que me pase de ahora en adelante me lo tendré bien merecido».
Y sólo él sabe lo traidor, ruin y miserable que se siente cada vez que desprestigia su relación con Mónica ante Luis, para que éste no sufra… Mónica, que tanto le quería y por la que sentía un afecto tan sincero. Culpa, culpa y más culpa; su joven vida era ya un monstruo de culpa que reclamaba expiación, que exigía ser sacrificado para poder respirar y vivir o, al menos, para dejar de sufrir: sufrir todo para dejar ya de sufrir.
Sergio y Luis se encontraban anudados por el hilo irrompible de Eros a la vez que se habían hecho como dos polos magnéticos del mismo signo que sólo la violencia consigue juntar: enlazados por el amor al daño… o anudados por el daño al amor –escoged lo que prefiráis−.
El relato plantea el problema de manera limpia, algebraica y simple, con unas conductas rastreables hasta sus causas desencadenantes. La vida es mucho más compleja, y el tránsito causas ↔ efecto no es nunca tan claro. A pesar de esa simplicidad la narración nos enfrenta bien al enrevesado conflicto de que, a veces, sólo conseguimos vivir dando rienda suelta a la muerte que llevamos dentro y perdiendo cada vez que ganamos.
Como todo problema humano complicado, apela a nuestra conciencia individual. Tenemos que habérnoslas con pasiones encendidas: el amor, el dolor transmutado en odio y venganza, y la culpa, aderezadas todas ellas con altas dosis de obsesión. Y hay que saber que, en el cuadrilátero en que se enfrentan las pasiones, la razón y la reflexión tienen poco que hacer: no pueden ni participar ni arbitrar; y si se sientan como espectadoras, enloquecen.
La salida –de haberla− tiene que estar por otro lado. ¿Cómo encauzáis vosotros/as estos asuntos en vuestras vidas?
Continuará…