IS THERE ANYBODY OUT THERE?

En 1979 el grupo Pink Floyd publicó el álbum doble “The wall”. El corte nº dos del segundo disco es ése “¿Hay alguien ahí fuera?” que da título a este relato y a las reflexiones que lo siguen”.

Vaya en recuerdo de todos aquellos artistas que encontraron en las drogas, la muerte y la inmortalidad.

1

untualmente, según lo calculado, el veintidós de marzo el material gráfico de la nave tripulada Soto III comenzó a llegar a Grandel. Una cómoda y corta travesía había alejado a la nave lo suficiente como para tomar una panorámica de todo el Sistema solar del que Grandel era el cuarto cuerpo celeste desde la estrella y el único habitado.

La primera instantánea –así se había acordado− debía ser una fotografía al completo de la hermosa imagen cónica que formaba la proyección pictórica de las órbitas de los trece planetas del sistema alrededor de su Sol, sobre el lechoso fondo estrellado del espacio intergaláctico. Se había pensado como un golpe de efecto que garantizase el Programa Espacial “Soto”. La imagen, implementada en la misma nave con resalte cromático diferenciado por cada una de las trece órbitas, fue un éxito. Aparte del público en general, fueron los artistas −poetas, músicos, pintores, diseñadores, etc.− quienes más atraídos se sintieron por aquella espectacular y ensoñadora recreación, y el golpe de efecto desbordó todas las previsiones. La continuidad del Programa estaba asegurada.

La Soto III y sus doce tripulantes habían salido de Grandel dos meses antes y tenían por delante otros cuatro de intenso trabajo antes del comienzo del Cambio. Su misión, además de obtener, implementar y enviar aquella imagen, consistía en diseminar trece mil setecientos captadores holográficos y otros tantos analizadores paramétricos programables, en una órbita situada a seiscientos cincuenta millones de kilómetros más allá de la órbita de Cervrix, el planeta más alejado del Sol, cuya temperatura de superficie se acercaba pavorosamente –y aún no se sabía a ciencia cierta por qué− al cero absoluto. Una vez en su órbita, cada instrumento enviaría sus informaciones a la Soto III y ésta, tras una comprobación de rutina, las remitiría a Grandel donde se confeccionaría una detallada imagen holográfica del proceso del Cambio y se analizarían todos los parámetros mensurables del mismo con el fin de encontrar una explicación a ese fenómeno, único en el universo conocido.

Grandel había estudiado profundamente el espacio exterior y había establecido colonias en puntos cuya distancia desafiaba a la imaginación, pero sobre los acontecimientos “de casa”, por así decirlo, como el fondo de los mares, el subsuelo o esa peculiaridad de su sistema solar denominada El Cambio seguían teniendo un conocimiento rudimentario. La formación cónica –“el Embudo”, como se la denominaba – y sus variaciones quinquenales habían sido descritas desde muy antiguo, pero aún no se habían estudiado sus porqués, los procesos implicados ni qué efectos podía tener –si es que tenía alguno− sobre el sistema solar, sobre el mismo Grandel y sobre la vida de sus habitantes. A lo largo de los siglos se había escrito mucha literatura semimágica y semirreligiosa sobre el fenómeno, que no buscaba apoyarse en los datos físicos conocidos y, en consecuencia, se le habían atribuido todo tipo de causas y efectos, la mayoría de ellos despampanantes. Sin embargo aún no se había abordado en su integridad desde un punto de vista puramente científico. El Programa Soto pretendía terminar con esa anomalía.

El fenómeno a estudiar consistía en que cada cinco años, puntualmente, los trece planetas del sistema y sus lunas, “ascendían” a gran velocidad desde el plano orbital hasta formar un embudo o cono, con el Sol en el punto de desagüe. En poco más de dos meses, Cervrix ascendía unas ciento cincuenta y tres unidades astronómicas y el resto de planetas, hasta el candente Ceruna, el más cercano al Sol, ascendían distancias proporcionales de manera que la proyección de sus órbitas formaba la imagen de un hermoso y perfecto embudo elíptico: el Embudo. El sistema mantenía esa formación durante cinco años. Después, en otros dos meses los planetas “descendían” hasta recuperar el plano orbital y el sistema se mantenía así otros cinco años al cabo de los cuales recomenzaba la “ascensión” de los planetas… y así sucesivamente desde los inicios de la formación del sistema solar.

En eso consistía el denominado Cambio y ése era el misterio que el Programa Soto pretendía desentrañar. Dos naves anteriores, las Soto I y Soto II, habían preparado el camino a la Soto III. Al comienzo el proyecto no gozó de mucha popularidad: era un objetivo demasiado cercano y no excitaba la imaginación de los soñadores cuyo interés era lo que, al final, llenaba las arcas de los Programas. Pero la imagen coloreada del Embudo enviada por la Soto III le había dado la vuelta a todo: el laborioso ensamblaje de la riada de imágenes y la prolija investigación de la infinidad de mediciones que la Soto III enviará en los próximos meses no iba a encontrar problemas de financiación.

La nave había sido lanzada durante el quinquenio en que estaba formado el Embudo, seis meses antes del “descenso” de los planetas; iba a quedarse en el espacio exterior contemplando el Cambio y supervisando la recogida de datos; y permanecería en órbita como un planeta más, el más externo, hasta dos meses después de que el Cambio se hubiese completado. Después regresaría a casa. En total doce meses, tiempo suficiente –o eso se pensaba− para compilar todo el material necesario para la comprensión del fenómeno.

2

La Soto III había entrado en la atmósfera de Grandel en una aproximación de rutina sin acontecimientos reseñables y con las comunicaciones cortadas, como era habitual, y se había posado con calma en el lugar previsto. El escueto Comité de recepción esperaba dentro de sus vehículos a unos prudentes trescientos metros. Cuando los controles de seguridad de la Base pasaron a verde, doce figuras descendieron sonrientes de la nave y se acercaron al Comité salvando a buen paso la distancia que los separaba, mientras saludaban con gestos y voces de alegría. Pero en el momento en que llegaron a poder distinguirse bien unos a otros, aminoraron la marcha hasta detenerse entre gestos de asombro y desconcierto que también se multiplicaban entre quienes esperaban, ya fuera de los vehículos.

¿Qué pasa aquí?, ¿quiénes son ésos? –se murmuraba a la vez en ambos grupos−. No podían creer lo que estaban viendo. Quienes se aproximaban alegremente no eran quienes habían viajado al espacio; ni aquéllos los técnicos que conocían… ¿o sí? Eran extrañamente parecidos pero totalmente distintos. Los gestos que se hacían mutuamente y las frases con que se saludaban no se entendían, aunque resultaban familiares. La nave parecía la misma y ellos tenían que ser… ¡pero no eran! La tripulación reconocía las instalaciones, los vehículos, el lugar…, pero había algo extraño en todo ello, indefinidamente inquietante, que rápidamente convirtió el desconcierto inicial en alarma.

Ambos grupos percibieron el miedo en los otros y eso aumentó el propio hasta desembocar en pánico. Atropelladamente el Comité regresó a sus vehículos y la tripulación corrió en desordenado tropel a atrincherarse en la nave. El Alto Mando fue inmediatamente puesto al corriente por dos canales, uno proveniente del Comité y el otro de la nave. Por éste último sólo salían gritos ininteligibles. El Comité de recepción, por su lado, transmitía informaciones que sí se entendían, pero que eran imposibles: quienes habían bajado de la Soto III no era la misma gente que había salido doce meses antes, y la nave… no estaban seguros de que fuese la misma… aunque lo parecía. El Alto Mando requería más explicaciones, pero no las había: lo que veían era increíble pero estaba ahí, delante de los ojos del Comité en pleno. Se decretó la alerta máxima y en pocos minutos una nutrida fuerza militar rodeó la nave.

− Son alienígenas que han suplantado a nuestra gente de la Soto III. No hay otra explicación. En algún momento, no sabemos cómo, se ha producido la suplantación.

Era la teoría de Uhelm Yakula, cargo máximo de las instalaciones y del Comité de bienvenida; esa idea saltó velozmente de comunicación en comunicación hasta las altas esferas del poder político y militar−.

− Solicito permiso para cortar la comunicación con la nave y aislar a esos seres. Solicito, además, fuerzas especiales de intervención inmediata y una Comisión urgente de investigación.

Desde la nave, la tripulación asistía con incredulidad a lo que sucedía. Mientras aún se estaba cerrando el portón, Malebi Yastovi, cargo superior de la nave, había ordenado comprobar dos veces los datos y coordenadas de aproximación. Pero todo era correcto: aquel planeta era Grandel, su casa, y aquéllas tenían que ser las instalaciones de la Base Espacial y de Astronáutica Extranacional JE-35, y las personas que veían por las escotillas tenían que ser la gente de la Base. Tenían que serlo…, pero no lo eran.

− ¿Qué ha ocurrido aquí en nuestra ausencia? No puede ser, pero Grandel ha sido invadido y sus habitantes, suplantados; no hay otra explicación.

Las comunicaciones con el exterior se cortaron repentinamente y al poco una voz comenzó a repetir de forma autoritaria una fórmula de pocas palabras que no se entendía pero que estaba clara. Con miedo de equivocarse, pero no viendo otra alternativa, Malebi ordenó abandonar la nave despacio, sin armas y con los brazos en alto.

El portón se alzó silencioso y en el vano aparecieron las nueve siluetas de la tripulación. Una avanzadilla militar fuertemente armada y protegida había rodeado la rampa de bajada y les conminaba a descender rápidamente. Así lo hicieron y avanzaron por un pasillo que se abrió en el cerco de vehículos mientras tripulación y Comité cruzaban miradas incrédulas y apesadumbradas; ¿qué estaban haciendo? A pesar de su amistad Uhelm y Malebi no pudieron evitar mirarse con profunda desconfianza, como la de quien se mantiene en guardia ante un enemigo peligroso. La tripulación fue conducidos a una cámara de aislamiento donde nueve metros de urdinio compactado impedirían el paso de cualquier comunicación, se usase el sistema que se usase. Estaba claro cuál era el pensamiento de cada grupo respecto del otro: eran alienígenas, potencialmente enemigos.

La noticia eclipsó a todas las demás y el interés público general, el político, el militar, el científico, etc. se concentraron en los “alienígenas” encerrados en aislamiento. No había habido contacto previo y hasta el momento no había noticia de ninguna civilización exterior, y mucho menos una tan avanzada como para trasladarse hasta Grandel desde dios sabe dónde. Se multiplicaron los programas divulgativos en que se analizaban y explicaban al público los protocolos de defensa ante un ataque alienígena, la posibilidad de vida exterior, considerada escasa, etc.; incluso la seguridad del urdinio, hasta entonces un metal anodino, fue objeto de encendidos debates.

Pero no ocurrió nada de nada, y con el paso del tiempo la sensación de peligro se fue calmando. Aunque no se llegaba a ninguna conclusión sobre lo sucedido, la opinión pública pasó poco a poco de la alarma al aburrimiento y de éste a la indiferencia; la vida recobró su marcha habitual y se retomó la investigación sobre los datos de la Soto III y otros estudios que habían sido igualmente clausurados durante el estado de alarma, con la esperanza de encontrar ahí alguna luz. El escaso material de grabaciones, voces y vídeos de la llegada de la nave y aislamiento de sus tripulantes se había repartido a personal cualificado que, en solitario o por equipos, intentaban desentrañarlo para entender qué carajo había ocurrido.

3

Alacrin Loper se hallaba a bordo de la base marina Largo VII. Había alcanzado fama entre especialistas por haber conseguido descifrar el sistema de comunicación de los estirulios, peces abisales compuestos principalmente por agua, que vivían en bancos y se movían al unísono entre los 7.000 y 8.000 metros de profundidad. Ese merecimiento hizo que fuese convocado desde el principio para la Comisión de investigación de lo ocurrido en la Soto III. Pero descifrar ese material le estaba resultando un enigma más oscuro que el de los estirulios. Algo más de tres meses de análisis con los medios más refinados no habían dado fruto alguno. Las paredes de su enorme despacho se habían ido llenando de transliteraciones de los audios, de rayas que relacionaban supuestas frases, de círculos sobre letras, de signos resaltando grupos…, pero nada, no había sido capaz de formular ni una sola hipótesis; sólo podía decir que la gramática era imposiblemente igual y distinta a la suya.

Un día de tantos –o una noche ¡quién sabe!, allá en la profundidad del océano todo era igual−, después de dar varias vueltas y dibujar nuevas conexiones en las paredes sin ninguna esperanza, se dirigió al cuarto de baño. Entró y, contra su costumbre, dejó la puerta abierta: no iba a tardar nada, era entrar y salir. Sus ojos se deslizaron distraídos sobre el espejo y… repentinamente quedaron petrificados en él. Estaba leyendo un reflejo en la pared opuesta que decía “la entrada de la”. Se quedó inmóvil, incapaz de respirar, y presa de un terror súbito se volvió para localizar esas palabras que no recordaba haber escrito… y efectivamente, las palabras no estaban; en la pared de enfrente no había nada similar, sólo transliteraciones… de audios… de la Soto III… Los segundos siguientes se midieron en movimientos espasmódicos del cuello de Alacrin Loper desde el espejo a la pared y desde ésta a aquél, giros bruscos y violentos que sólo la adrenalina que súbitamente había inundado su cuerpo le permitió tolerar.

¡Santo dios! ¡Lo habían tenido todo ese tiempo delante de sus narices! Era lo más sencillo imaginable ¡y no lo habían visto!, ¡tantísima tecnología y no habían sido capaces de comprender lo más simple! Salió atolondradamente del cuarto de baño, se golpeó contra el picaporte de la puerta y cayó al suelo con un gemido de dolor, se levantó precipitadamente pero volvió a caer aplastándose un hombro contra el borde de la mesa. Por fin llegó al intercomunicador, lo pulsó y gritó de forma enloquecida: ”¡Son inversos!, ¡son inversos!, ¡son inversos!… ¡sólo son inversos!”


4

Eran inversos… o algo así. Alacrin Loper había señalado el camino para la solución del misterio. Al parecer –aunque aún no se sabía cómo− en el regreso a Grandel se había producido en la tripulación un fenómeno de alteración del tipo que operan los espejos, con cambio derecha-izquierda pero no arriba-abajo. La noticia, a pesar de no tener una explicación más completa, corrió como la pólvora. Las células, los gestos, las marcas corporales, el brazo y la pierna dominantes, el brillo de los ojos, la asimetría de la arquitectura y los gestos faciales, la sonrisa… todo estaba cambiado de lado. También ocurría en los objetos, también en los sonidos, en los nombres, en las palabras… Por eso todo parecía extrañamente igual y a la vez totalmente distinto.

En pocas semanas –no sin cierta oposición− la tripulación de la Soto III fue liberada de su encierro. Problemas técnicos, como la comunicación inversa, se solucionaron rápidamente, pero su regreso a las familias fue complejo. A pesar de conocer la explicación, las parejas no se reconocían en la intimidad y algunos hijos se mostraron muy reticentes a aceptar a sus “nuevos” padres y madres. Lo más curioso ocurría con las mascotas, principalmente los perros. Estos entraban en una especie de esquizofrenia entre la alegría y el gruñido, que los dejaba exhaustos; cuando, aparentemente, no podían ya más, daban un salto en pirueta hacia la derecha, caían al suelo cuan largos eran y se quedaban así durante un rato largo.

Tras el alivio de saber qué había pasado quedaba ahora afrontar la compleja tarea de desentrañar el porqué y el cómo. Todos los ojos se volvieron con esperanza al estudio del Cambio, que esta vez sí recibió fondos ilimitados. Una de las principales líneas de investigación intentaba aclarar si había sido la tripulación de la nave o, más bien, el planeta en conjunto quien había cambiado su simetría lateral. La hipótesis que parecía más probable era que el cambio hubiese afectado al planeta en su conjunto: nadie se habría dado cuenta porque la alteración habría sido simultánea y planetaria…, Sin embargo, al haber estado orbitando lejos del sistema solar durante el proceso, la tripulación habría sido inmune a esa influencia y por eso al regresar volvieron como marcharon y se encontraron el mundo del revés.

Eso significaba que cada cinco años cada objeto y cada ser vivo de Grandel se convertía en otro. Pero ¿cuánto “otro” era ese otro?, ¿hasta dónde alcanzaba el cambio?, ¿qué cambiaba y qué permanecía, si es que se mantenía algo que asegurase una continuidad?; cuando, al cabo de cinco años los planetas migrasen de nuevo a la formación de embudo ¿se restablecería el yo precedente o surgiría un “otro” nuevo y distinto de todos los anteriores, cambio imperceptible desde dentro pero difícil de aceptar desde fuera?

El debate sobre esas viejas preguntas que sobrevuelan la historia en una especie de stand by que no brilla pero que tampoco se apaga se puso tan de moda como los programas divulgativos sobre el urdinio, los estirulios, la posibilidad de alienígenas hostiles o el desencriptado de sistemas de comunicación aún misteriosos: ¿quién soy yo?, ¿qué soy?, ¿qué significa mi existencia?, ¿cuántos yoes componen mi yo?, ¿hay algo a lo que se le pueda llamar “yo” y que permanezca en los cambios?… Eran cuestiones complejas que empezaron a considerarse insistentemente en las universidades y entre especialistas, pero también en las terrazas, en las sobremesas, en los bancos de los parques…

Malebi Yastovi suponía que, de haberse quedado en Grandel en lugar de viajar en la Soto III, ahora se llamaría Ibelam Ivotsay, que era, de hecho, su nombre oficial en la actual Base “invertida”; sabía que se identificaría con ese nombre extraño y que le sonaría perfectamente bien. Mientras que si Mlehu Alukay hubiese ocupado su puesto a bordo de la Soto III, ahora seguiría llamándose así y no la aberración de Uhelm Yakula. ¿Cuáles habrían sido sus nombres cinco Cambios atrás?, ¿sólo habrían cambiado por imágenes especulares o habría habido más variaciones?, ¿habrían tenido, con aquellos nombres, la percepción de sí que tenían ahora? Parecía que sí, que eso era de cajón, pero actualmente Uhelm Yakula y Malebi Yastovi recordaban con toda seguridad haberse llamado siempre así… y sin embargo eso no era cierto: hasta hace bien poco −Malebi se lo aseguraba− Uhelm era Mlehu; y Malebi no se acostumbraba al sonido de Ibelam que, según todo el mundo, había sido su nombre de siempre. ¿Qué otros de sus recuerdos “seguros” eran también una suposición falsa? Todo el mundo consideraba “segura” la continuidad de su identidad diez, quince, veinte años atrás, pero ¿qué había variado en cada Cambio? El último había afectado a la simetría lateral de personas y cosas, pero no había ninguna seguridad de que anteriores Cambios no hubiesen afectado a otros parámetros. Sin embargo, cada habitante de Grandel con edad suficiente para echar la vista atrás varios lustros, se encontraba siempre igual a sí mismo y recordaba con seguridad incuestionable la identidad de entornos y parajes. ¡Era para volverse loco!

Aunque el tiempo iba pasando, cuando Uhelm y Malebi se encontraban en la Sala Técnica para un nuevo día de trabajo no podían dejar de mirarse con extrañeza. Se conocían desde mucho antes de la Academia, desde la niñez, pero ahora no acababan de reconocerse. A veces se quedaban mirándose a los ojos y, como jugando, Malebi golpeaba suavemente con los nudillos de una mano en la cabeza de Uhelm, como quien llama a una puerta, y preguntaba:

− ¿Hay alguien ahí dentro?, ¿quién eres Uhelm-Mlehu?, ¿qué eres?, ¿qué amalgama de seres eres?, ¿qué amalgama de seres soy?, ¿a quién hablas cuando me hablas?, ¿qué ves cuando me miras?

 
 

Como les ocurría a los grandelianos, tampoco nosotros sabemos gran cosa de nosotros mismos. Claro que sabemos qué pie calzamos, quiénes son nuestros padres y qué cara tenemos, pero poco más. Nacemos, vivimos y morimos sin preguntarnos ni por qué ni para qué nos pasa eso –la vida y la muerte−, qué tipo de seres somos, por qué somos como somos, qué sentido tiene que nos demos cuenta de nosotros mismos y de las cosas y que a ningún otro ser vivo de este planeta le ocurra eso…. Esas preguntas tienen menos presencia en nuestro interés que la preocupación de qué vamos a poner mañana para comer.

Nos llamamos con el mismo nombre durante toda la vida y, aunque reconocemos en nosotros variaciones importantes, damos por sentado que tenemos un núcleo, una esencia que se mantiene igual a través de todos los cambios; ése es el núcleo al que nos referimos cuando decimos “yo”: yo soy XXX, lo he sido desde que nací y lo seguiré siendo hasta que me muera.

Pero ¿es la misma persona la que acaricia a su perro y la que insulta con furia desatada por la ventanilla de su coche cuando considera que otro conductor le ha hecho una picia? Desde luego, el nombre y el cuerpo son los mismos, pero ¿por qué nuestro yo es tan distinto que desde fuera a veces nos dicen “No te reconozco” cuando mostramos alguna de esas “variaciones”. ¿Cuántos yoes distintos forman nuestro yo?, ¿cuán de distintos son esos yoes?, ¿cuán de distintos deberían ser para considerar que se ha cruzado todo límite y que ya no soy yo, sino “otro”? ¿Es una fe la existencia del yo?

Una buena parte de la Neurociencia actual niega esa esencia −el yo− y afirma que es una construcción del cerebro, que se las apaña para amalgamar recuerdos y generar esa ilusión. ¿Cuántas personas distintas cabrían, entonces, en una memoria que se recuerda, falsamente, siempre igual? No es una pregunta meramente retórica que se pueda desechar sin más pues esa postura de la Neurociencia filtra agua por líneas de flotación básicas de las culturas ya que no sabemos pensar o imaginar la realidad sin la existencia y persistencia del yo.

Algunas veces, las menos, se ha considerado al yo como integrado en lo corpóreo o formado por ello. Otras, las más, se ha pensado que el cuerpo no es más que un vehículo para el yo, y se ha imaginado a éste como integrante de mundos separados del de cada día –llamados “espirituales”, “trascendentes”, “sutiles”, “el mundo de las esencias”, etc., signifique eso lo que signifique−, que serían lo verdaderamente real. Esa diferenciación ha caracterizado, de rebote, al mundo de nuestros afanes cotidianos como “material” o “físico” y, desde luego, aparente, falso, equívoco… Esos “otros” mundos están poblados por entidades afines a ellos, de su misma cualidad, también espirituales, trascendentes, sutiles, esenciales… Entre ellas se encuentra el yo, que recibe diversos nombres según las épocas y las culturas. En la nuestra los más habituales son alma y espíritu, que evocan tradiciones clásicas y a veces religiosas, y traducen la idea de soplo vital; el nombre de esencia remite a la Filosofía y denota aquello último –o primero− que hace que algo sea lo que es; desde la Psicología y ciencias afines puede ser asimilable a la psique o psiquismo; en el ámbito de las nuevas espiritualidades se denomina con un variado folklore de apelaciones como mi ser, el yo o ser esencial, el yo o ser verdadero, mi yo o ser auténtico, nuestro yo o ser trascendente, el yo o ser interno, el yo o ser que sabe, que ve, que entiende, lo verdaderamente verdadero…; y quienes no quieren perderse el tren de la más rabiosa actualidad lo llaman yo cuántico.

Si exceptuamos las apelaciones desde la Filosofía y la Psicología, todas las demás dan a entender que cada uno estamos constituidos por dos –o más− yoes, y que sólo uno es el verdadero. El otro –u otros− es falso, mera apariencia, espurio, engañoso, equivocado, una cárcel, un mero vehículo, el principio del pecado, lo débil del ser humano, etc.… y toda una retahíla de calificativos despectivos ante los cuales no cabe sino preguntarse qué perverso demonio habrá metido en mí tanta basura y por qué.

Un ejemplo: cuando decimos “los restos mortales de NNN reposan en tal lugar” −que es una frase habitual− entramos de lleno en ese tipo de ideología dualista porque damos a entender que hay “otros restos” del finado que, a diferencia de los mencionados, son inmortales y que, por tanto, no reposan en ningún lugar de este mundo sino que han trascendido a “otro lugar”, imagínese éste como se imagine: el cielo de los cristianos, el mundo de las esencias de los platónicos, el yanna de los islámicos, el svarga de los hinduistas, el espacio entre reencarnaciones para ciertas espiritualidades modernas, etc. No hay que olvidar que cada uno de estos paraísos tiene su infierno, al que van los “restos inmortales” de quienes no han observado los preceptos de la fe en cuestión.

Otra corriente de las nuevas espiritualidades considera que el yo, siendo único, presenta facetas diversas que podrían hacer pensar en yoes distintos. Pero no es así: son sólo las muchas facetas de un diamante que, siendo único, tiene muchas “caras”. A lo largo de su educación las personas aprenden a reaccionar de diversas maneras a los estímulos del ambiente. Muchas –o todas− de esas maneras se hacen habituales, diríamos que automáticas, y conforman las características de su personalidad. A esas características, que no son ni buenas ni malas en sí sino sólo adaptaciones, las llaman “yoes” y consideran que integran el Ego. Como aprendizajes adaptativos automatizados tienen mucha fuerza pero no son inamovibles y pueden ser trabajados y variados por otros más adecuados a la realidad de cada persona y sus circunstancias.

Pero da igual bajo qué nombre lo conozcamos o dentro de qué categoría de ser lo clasifiquemos; el caso es que o bien lo suponemos siempre único y persistente, o bien consideramos que entre todos los posibles hay uno que sí es único y persistente, diríamos que personal e intransferible como el abono mensual de un transporte público…, pero esa suposición es, precisamente, lo que la Neurociencia pone en jaque.

Mala noticia para quienes tienen fe –o para quienes simplemente apuestan por ella− en la metempsicosis o transmigración de las almas, más conocida entre nosotros como reencarnación. Si no soy yo quien se reencarna porque yo no existo ¿quién coño lo hace?, ¿qué es lo que se reencarna? Y si yo no me reencarno ¿qué broma es ésta?, ¿qué carajo me importa a mí, entonces, la reencarnación? Puedo pasar por que no se reencarnen mis bíceps, de los cuales estoy muy orgulloso porque son una seña magnífica de mi identidad y un baluarte de mi personalidad. No me haría ninguna gracia reencarnarme sin ellos, pero comprendo que si cada uno tuviese derecho a sus exigencias para la reencarnación… esto sería un circo como promete ser la futura manipulación genética. Pero bueno, bíceps aparte, ¿yo?, ¿qué pasaría conmigo si no hay yo? Pensándolo bien, ni tan siquiera se podrían hacer esas preguntas porque ¿quién las haría y a qué yo inexistente se le formularían? Y si ese imposible “alguien” contestase ¿a quién dirigiría la contestación? A mí que no me miren porque parece ser que no existo… aunque sí pueda tocar mis flamantes bíceps que… ¿de quién son si no son míos?… (y, por cierto, si no soy yo quien los toca ¡¡¡quién me los está sobando!!!)

Esa propuesta de la Neurociencia –expuesta aquí de manera sólo ligera− es compleja de comprender, y mejor es no intentarlo porque nos puede pasar lo que al culturista del párrafo anterior –perdón, si es que existe−. Lo que nos interesa aquí de todo el asunto es que incluso algo que nos parece tan obvio como es la existencia y persistencia del yo se encuentra en entredicho.

Realmente sabemos poco de nosotros mismos. Sabemos que hemos evolucionado de una rama animal, pero eso es algo que ya no nos admira, nos resulta tan poco impactante como a un rinoceronte saber que proviene de un pez. No nos preguntamos por nosotros mismos mucho más de lo que lo hace ese rinoceronte. ¿Qué sentido tiene que la evolución terrestre haya generado la consciencia de sí?, ¿para qué?, ¿qué introduce la aparición de ese nuevo jugador –la consciencia de sí− en el desarrollo del universo?, ¿para qué ha salido al terreno de juego? Y ¿ha salido o se le ha sacado?, ¿hay algo o alguien no sujeto a la evolución –al menos a la nuestra− que sea mejor –o peor− que nosotros y que nos dirija estableciendo el sentido y marcha de nuestra evolución?, ¿es eso o ése quien ha hecho aparecer la consciencia de sí en el universo o se ha generado espontáneamente por mera evolución de las especies? ¿Somos los humanos el hito final de la evolución de nuestra rama o conviviremos en el futuro con seres posteriores a nosotros en evolución, que quizás se estén gestando ya? ¿Esa evolución futura va a ser “natural” o la naturaleza ha cumplido ya su función y la evolución futura va a ser resultado de nuestra intervención?

Son preguntas similares a esas otras que estimulan la investigación sobre el origen de la vida. Constatamos que hay vida en la Tierra, vida que ha evolucionado hasta producir una inteligencia que se pregunta por sí misma, que es lo que nos está permitiendo escribir y leer esto; y nos da por pensar que no es posible que sólo la haya en este planeta dentro de este universo, tan vasto, complejo y multifacético que, de momento, escapa a nuestra comprensión. Nos preguntamos cuál puede ser el origen de esa vida, ese proceso que ha evolucionado hasta producirnos a nosotros: ¿ha surgido todo lo vivo –en este planeta o en cualquier otro− como resultado de la mezcla fortuita de unos ingredientes inertes que se fueron generando a lo largo de un tiempo enormemente dilatado? Si es así ¿podría no haber ocurrido?; eso nos haría seres totalmente fortuitos y prescindibles; ¿o ha habido una intervención directa de un algo o alguien −impensable e inefable por ser totalmente otro con respecto al universo− que hace que nuestra estancia en el mundo no sea fortuita y prescindible sino necesaria?; ¿somos seres con una definición y función específicas?, ¿somos lo que somos por algo, y estamos aquí para algo, de manera que no sería posible que no estuviésemos?, ¿sería incomprensible un universo sin nosotros?

No sé, tal vez sería bueno que nos llegase, como a los grandelianos, la hora en que estos interrogantes fuesen motivo de conversación de terraza y paseo, compartiendo interés con las funciones del último modelo de Apple o Samsung, con cómo voy a decorar mi casa de acuerdo a mis gustos y mi irrepetible y fastuosa personalidad o con las fascinantes aventuras de John Nieve y Daneris de las Tormentas. Mientras no ocurra eso, aquellos a quienes la Parca les dé tiempo para caer en la cuenta de que se están muriendo cerrarán por última vez sus ojos preguntándose con asombro “¿qué ha pasado aquí?”, ¿qué he sido?, ¿para qué he estado aquí?, ¿qué he hecho y por qué?, ¿qué va a pasar ahora?” Y si la de la guadaña no nos da tiempo a asombrarnos y no nos lo hemos planteado antes, cerraremos los ojos sin habernos enterado de nada, habiendo pasado por aquí como una oruga…, aunque eso sí, haciendo bastante más ruido que ella.

Estos planteamientos tienen poca fuerza, ya lo sé; sobrevuelan todas las épocas, pero sin calar en el interés público. En general nos damos cuenta de que son importantes, pero elegimos ocupar la vida en decidir el destino de las próximas vacaciones. Como humanidad aún no les hemos hincado el diente; parece ser que el grado de nuestra evolución conjunta da para poco más que para trabajar por un sueldo, la decoración, la tecnología y qué vamos a comer mañana. No sé entre qué radios se habrá metido el palo que frena nuestra rueda, pero los frutos más finamente tallados de nuestros miles de años de sapiens sapiens son las tecnologías de guerra y supremacía, y las construcciones de vida dictadas por el miedo y la desconfianza, siendo ambos hechos equivalentes. Desde luego que hay más, pero la finura de tallado y el tirón que, de hecho, ejercen sobre el público no tienen comparación.

Hemos puesto costosas picas muchísimo más lejos que Flandes, pero las cosas “de casa”, las más cercanas, las íntimas, las que afectan a aquél que está mirando a través de mis ojos las letras de este escrito, las tenemos abandonadas, como los grandelianos tenían olvidado El Cambio; contamos con ellas sin preguntarnos qué son; no tienen tirón ni obtienen fondos presupuestarios. Sin embargo tu existencia y la mía son infinitamente más asombrosas que El Cambio. La probabilidad de que nosotros dos existamos es de un uno precedido de tantos ceros que ningún matemático se molestaría en tomarla en cuenta. Y si le añadimos la probabilidad de que se dé que tú estés leyendo en tu ahora lo que yo, en mi ahora, estoy mecanografiando en mi ordenador… ¿dos seres imposibles en una confluencia fantasmagórica? ¡Venga ya!, mejor nos vamos a tomar unos vinos y pasamos de todo. Y sin embargo aquí estamos, tan pichis, desafiando lo imposible con alegre desparpajo.

Alguna vez deberían ponerse verdaderamente de moda este tipo de cuestiones, sentirse como acuciantes. Eso sí que sería un verdadero Cambio en la historia de la humanidad. Pero aún no hay atisbos de que ese momento se esté acercando. Mientras tanto seguiremos siendo manipulados y manipulables, todos. Unos resultan manejados por una necesidad de supremacía, proporcional al miedo que sienten ante la posibilidad de ser desposeídos de lo que creen poseer y la consecuente necesidad de asegurar su vida sobre la muerte y el peligro, representado en los demás. Se reconocen parte de una jauría que devora a los débiles y saben que no se pueden descuidar pues también ellos pueden ser alimento de otras jaurías; creen que la única salvación posible es la individual a costa de los demás –no con ellos− y la cifran en vivir en un constante “cada vez más” que los afiance en la vida y les dé seguridad. Y para ello manipulan al resto a través de su propio miedo a la desposesión y la muerte, para que éstos les otorguen un poder que afiance su sensación de éxito sobre la vida, de que son lo que son y tienen la vida por derecho propio.

Eso les ocurre a quienes dirigen las finanzas mundiales pero también a los presidentes de empresas modestas, a simples presidentes de comunidades de vecinos, padres de familia, políticos, profesores, ujieres con botoneras de latón que quieren asemejar oro… Todos estamos alguna vez en esos papeles y, a la vez, en el de quienes son manejados por ellos. En éstos sólo se cultiva la incultura, que favorece, por ejemplo, el espejismo de creer que el consumo da un sentido a la vida. La incultura nos hace manejables. Y me refiero, desde luego, a la ignorancia de cosas, a la adscripción entusiasta, pero acrítica, a fes diversas –p.ej., a dietas−. Pero principalmente me refiero a la ignorancia de sí mismo, a estar olvidado de sí, mirando siempre hacia fuera, a lo nuevo, a lo que sea que proceda de quien previamente ha sabido seducirme con sus encantamientos de ladrón de realidad, magias que a menudo operan disfrazando la incultura de modernidad rutilante y seductora. El mecanismo es el de todos los encantamientos: una mano nos cautiva con brillos mientras la otra nos da caza.

Creo que toda persona que esté intentando desarrollar su humanidad debería hacerse los planteamientos de este relato: “He empezado una dinámica en mi vida intentando librarme de los cepos que voy descubriendo y que frenan mi desarrollo. Pero ¿sé por qué lo hago, para qué?, ¿tengo la seguridad de que hacerlo así es más acorde a lo que yo soy que lo contrario? Porque ¿qué soy yo, quién soy?, ¿cómo puedo saber qué es lo adecuado para mí antes de saber quién y qué soy? ¿No estaré obedeciendo, una vez más, en vez de mirar yo y decidir?

Este partido por la consciencia y la humanización no se juega en la arena del Fondo Monetario Internacional ni en la de ninguna de esas megacorporaciones que dicen que dirigen el mundo. Se juega en la intimidad de cada persona –también en la de los magnates de esas corporaciones−. Cada cual ha de ponerse a pensar sobre sí y su función en la vida, y tomar decisiones.

Así que si el lector o lectora ha llegado hasta aquí y no tiene ni idea de cómo responder a los interrogantes formulados en este relato, cierre ahora su puño y, suavemente, como quien acaricia una puerta, golpéese con los nudillos en la cabeza a la vez que pregunta en voz alta:

¿Hay alguien aquí dentro?, ¿quién es?, ¿qué es?, ¿qué pinta ahí?, ¿cómo ha llegado a ser lo que es?

Y si recibe alguna respuesta, por insignificante que le parezca, ¡por favor!, no deje de comunicármela.

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