DESDE LA FRONTERA

Para la entrañable Coco, que no lo va a leer.

Abordamos en este relato de frontera una visión de la evolución y la situación humanas desde la perspectiva de un animal, que, por accidente, se asoma a nuestra realidad,  la cual, a su vez  −¿por accidente también?−, parece asomarse a otra que nace de ella y que a la vez la estira hacia un futuro posible pero inseguro.

I.  Perro

      Si alguno de vosotros, ¡oh humanos, mis dioses!, encuentra y se digna leer este mensaje, que sepa, antes de apartarlo, ofendido, de su vista, que es resultado de largos años de asombro, pasmo, reflexión y esfuerzo; que tenga en cuenta que para atreverme a pensarlo he tenido que superar incontables barreras de autodesprecio e incapacidad; que considere que son incalculables las veces que lo he comenzado y desechado, abrumado por mi propia vacuidad y atrevimiento. ¿Qué puedo deciros yo, que ya no sepáis?  Al fin y al cabo yo sólo soy un perro.

      Aguanta un momento tu mano justiciera, ¡oh dios!, y no me apartes aún de tu consideración por ser un perro −sí, sólo un perro− y concédeme la merced de tu atención sólo unas líneas más. Por compañerismo te lo pido porque todos, vosotros y yo, somos guerreros de frontera, soldados de un ejército que batalla por traspasar los confines del mundo del que proviene hacia otro que pugna por nacer; un  mundo de parto difícil e inseguro pues se opone a las inercias del anterior, que pretenden retenernos. Somos soldados de un ejército sin generales ni órdenes ni planes ni campos de batalla, que se mueve sólo a instancias de una sutil tendencia interior que nos dice que, si forzamos ese parto, lo porvenir será mejor que lo presente.

      Lo que os diferencia de mí es que vosotros parecéis habitar en el lado de allá de la frontera, el de la trasparencia, la claridad y la maravilla, y yo en el lado de acá, el que transita de continuo por la oscuridad de la inconsciencia y la opacidad de un mundo sin reflejos. 

      Por eso, de guerrero que aún ha de pelearse sus fronteras a guerrero que las tiene ha tiempo aseguradas, me atrevo a pedirte unos minutos más de benevolencia.

      Sí, soy solamente un perro, un chucho callejero famélico y martirizado por las pulgas, sin raza definida, chip, collar ni amo que se ocupe de mí, un perro vulgar de esos que viven olisqueando orines y peleándose agriamente un hueso descarnado con otros congéneres igualmente hambrientos. Habito en un mundo de guerra en que quien gana, vive y quien pierde, muere: todos contra todos, con pocas situaciones que escapen a ese dibujo sanguinario: efectivo, sí, pero despiadado.

      Dicha y reconocida mi animal condición, necesito que alguien que sepa más que yo escuche lo que me ocurre pues las claridades que a veces experimento tan sólo me sumen en nuevas oscuridades: cuanto más me parece saber más me percato de lo lejos que aún estoy de la verdadera luz. Éste es, pues, un mensaje en una botella lanzado al infranqueable océano que me separa de vosotros, ¡oh mis dioses! Contiene el anhelo de socorro que gritan mis entrañas, la llamada desolada de un ser abandonado, solo en el mundo, sin iguales a cuyo calor compartir lo que me sucede y con vosotros como único horizonte, un horizonte, ¡ay!, demasiado alto como para estar a mi alcance.

      Mi tragedia –o mi comedia, aún no lo sé− comienza con que yo os he visto: yo, un perro, me he dado cuenta de que estáis ahí. Y desde que eso acaeció, mi vida se me ha hecho insufrible porque ha abierto ante mí dos abismos que por igual me desgarran: seguir siendo perro me destroza porque después de veros ya no lo soporto; y llegar a ser humano me aniquila por no estar a mi alcance, por anhelar sin fin y saber que no puedo llegar. Vosotros no me veis, no sabéis que compartimos un mundo más íntimo que el de las cosas y yo no consigo comunicároslo; como mucho me lanzáis un hueso o me dais una patada para acallar mis lamentables ladridos.

      De ahí este mensaje en una botella.

      ¿Por qué os he visto, por qué aciago destino he tenido que percatarme de que estáis ahí, de que sois posibles? A vuestro trasluz me he dado cuenta de la distancia que nos separa y me pregunto por qué no soy como vosotros, por qué vosotros disfrutáis de la divinidad y yo estoy condenado a ver y anhelar lo imposible mientras escarbo despojos y me desangro por inmundicias.

      Pues bien, me ocurre que cada cierto número de días –siempre demasiado alejados unos de otros− y durante unos pocos minutos –siempre demasiado escasos− se enciende en mí algo así como una luz y, por decirlo de alguna manera, me doy cuenta de las cosas: no sé expresarlo mejor. En mi vida diaria percibo un olor u otro, me percato de la presencia de un peligro o advierto cuándo una hembra está dispuesta a recibirme. Pero lo especial de esos minutos es que me doy cuenta de que me doy cuenta, y eso es algo maravilloso. Durante esos ratos mi vida se despega del suelo que olfatea mi hocico, siempre rastrero, y adquiere dimensión, se me abre la consciencia de mí y del mundo. No sucede nada especial, no hay sirenas fulgurantes ni estallidos de victoria: tan sólo yo, dándome cuenta de que me doy cuenta de las cosas y la vida. 

      En esos momentos es cuando os veo, ¡dios!, ¡sois inimaginables pero posibles!, ¡estáis ahí, junto a mí, y vivís de continuo en la luz de vosotros mismos!, ¡eso ha de ser la divinidad!, ¡daría mi vida por ser humano, como vosotros!

      Después, sin que medie aviso alguno, se apaga la luz y retorno a perseguir rastros que, sí, me mantienen vivo pero perdido de mí mismo.

      Me veo como en el umbral de una frontera que se me da y se me hurta, a la que se me conduce y de la que se me saca sin yo hacer nada para merecer ni el don de la presencia ni el tormento de la ausencia. Y por más que batallo, la victoria se me aleja con cada triunfo.  ¿Hay, tal vez, más líneas divisorias en el mundo? ¿Quizás hay otra frontera que me separa a mí de las plantas inmóviles? ¿Y será otra la que separa a éstas de las materias sordas? Si es así, respecto de ellas yo estoy en el lado privilegiado, sí, pero eso no me consuela porque me doy cuenta de que éste es aún el lado ciego de la realidad dado que a veces entreveo su lado trasparente, el vuestro.

      ¿Quién es el responsable de esta naturaleza mía? ¿A quién tengo que agradecer este don o maldecir por esta negación?

 

II. Filósofo

      ¿Quién me ha creado?  Siendo mi realidad deplorable tiendo a imaginar que al menos mi origen ha sido grande.  Suelo pensar que soy una flecha disparada por un Gran Arquero Primordial en el comienzo de los tiempos o, tal vez, al margen de ellos. El Gran Arquero Humano, desde luego; ha de haber sido un dios, alguno de vosotros, seres superiores, quien me haya creado; si tengo esa chispa divina que de vez en cuando se enciende en mí tiene que ser porque me la habéis dado vosotros. ¡Quién, si no, puede haber sido el manantial!

      E imagino, igualmente, que me habéis disparado hacia alguna diana, que existo con algún objetivo, para algo, pues desde que me he dado cuenta de mí mismo no podría sufrir existir para nada. ¿Y qué mejor destino puedo imaginar que convertirme en humano, disolverme en vuestra divinidad, alcanzaros, traspasar definitivamente la frontera y vivir consciente entre vosotros, seres conscientes? Necesito pensar eso; aunque sé que es improbable porque sólo soy un perro, lo necesito.  Si no me atreviese a pensarlo me suicidaría.

      Durante el trayecto de mi flecha sucede a veces que, como por efecto de una doble flexión, ésta deja de mirar el mundo y se mira a sí misma. Soy como una gota que corre con otras muchas hacia el delta de un río abundante; en un momento se desata una tormenta, un rayo parte una rama que se asomaba a la corriente y al caer, salpica a la gota sobre unos juncos. Durante unos breves instantes, la gota, que antes se encontraba dentro de la corriente, la ve ahora desde arriba y se da cuenta de algo nuevo para ella: es una gota, estaba en un río entre muchas otras gotas, hay un sentido de la corriente, y debe de haber un origen y un destino, aunque no los pueda ver… Después la gota vuelve a caer inexorablemente al río y recomienza el discurrir habitual de su vida. Ha sido un momento impagable, inenarrable, pero ha sido sólo un momento, no una continuidad.

      Lo que más me gusta es pensar que el mundo es como una ciudad, una como las vuestras, llena de puestos, tiendas, comercios, bibliotecas y edificios con todo tipo de servicios. En el centro, en medio de una gran plaza diáfana, hay una torre que triplica la altura de todas las demás edificaciones, que son bajas, y se ve desde todas partes. La torre no tiene nada que llame la atención, es sencilla, sin adornos, encalada, con almenas en lo alto y una entrada a nivel del suelo, guardada por una puerta de hierro que se adivina contundente. Quienes vivimos en la ciudad hemos aprendido tanto que esa torre está ahí, en el centro de todo, que ya ni la vemos.

      Salimos cada día a la calle con una lista de las tareas que tenemos que cumplimentar en la jornada: primero la compra, después el abogado, más tarde Hacienda y a ver si llego a tiempo a la zapatería, antes de que la cierren. Llevamos en la mano izquierda un papel con la lista de los quehaceres y en la derecha un carrito de la compra y vamos de tienda en tienda, de edificio en edificio, de trajín en trajín sin despegar la vista del suelo o del siguiente objetivo. En eso se resume nuestra vida.

      Pero un día en que la secuencia de asuntos a resolver nos conduce a cruzar la plaza, una voz nos saca de las cavilaciones en que vamos sumidos.

 − ¡Hey… oye!

      Levantamos la vista, sorprendidos y, ¡quién lo iba a decir!, nos encontramos con un antiguo amigo a quien no veíamos desde los lejanos tiempos del colegio.

 − ¡Hombre!  ¡Dichosos los ojos!

 − Sí, la verdad, dichosos también los míos. ¿Qué tal estás? ¿Cómo te trata la vida?

      Y durante un rato os ponéis al tanto de vuestro periplo vital: estudios, parejas, hijos, viajes, planes… Cuando la conversación empieza a languidecer te pregunta:

 − ¿Y cómo así por aquí? –es una pregunta obligada.

 − Pues ya ves, de compras, como todos los días –le respondes como lo más natural, como si fuese algo de cajón; ¿qué, si no, ibas a estar haciendo?

      Y añades

 − Y tú, ¿qué haces por aquí?, ¿también de compras?

      Lo preguntas por preguntar, dando por hecho que sí, que estará de compras, haciendo la vida al son de su lista de quehaceres, como todo el mundo, como tú mismo. Pero en el preciso momento en que formulas la pregunta te das cuenta de que no lleva carrito de la compra y de que su mano izquierda no sujeta ningún papel con tareas sino un manojo de llaves. E imaginas que su respuesta te va a resultar, como mínimo, extraña.

 − ¡No, qué va!  Yo soy el torrero –y se vuelve a señalar la torre, que queda detrás de él.

 − ¿El torrero?  −repites un poco estupefacto; nunca se te había ocurrido pensar…

 − Sí, el torrero, el que cuida de la torre –y levanta el manojo de antiguas y pesadas llaves para asegurar su afirmación.

 − ¡Ah! –no sales de tu asombro y eso divierte a tu interlocutor

 − ¿Quieres venir a la torre y ver las vistas?  −te dice con una sonrisa franca.

      Titubeas un instante: tienes mucho que hacer, muchas obligaciones, muchas responsabilidades… piensas en alguna excusa pero al final, ¡qué demonios!, un día es un día.

 − Me encantaría.  ¿Se puede?, ¿no te voy a molestar?, ¿no te voy a estorbar?

 − ¡No, hombre!, ¡vamos!

      Y se da la vuelta invitándote a seguirle. Tú guardas la lista de la compra en el bolsillo trasero de tu pantalón, agarras tu carrito y vas tras él. Llegáis a la base de la torre, abre la puerta, te hace pasar y entra también él. El golpe seco del sólido portón al cerrarse deja fuera el mundo diario y un silencio intenso lo impregna todo; te das cuenta de que comienza algo nuevo y distinto.  Dejas el carrito en el rellano de la entrada y enfrentas los angostos y empinados escalones, al final de los cuales otra puerta, más liviana que la de abajo, os saca a una terraza almenada. Sales, das unos pocos pasos –el espacio es pequeño− te asomas y miras hacia abajo, hacia la ciudad.  Y…

      Ves gente moviéndose de un lado a otro al dictado de programas que no han confeccionado ellos, te ves a ti mismo y a los demás correteando tras objetivos que tan sólo llevan a otros objetivos que a su vez conducen a otros en una sucesión incesante que se corta –no se acaba− con la muerte. Y al contemplarlo desde fuera y desde arriba caes en la cuenta de que nunca te habías percatado de que eso es lo que haces ni te habías parado a pensar si es eso lo que quieres hacer, si es eso en lo que deseas ocupar la vida, si es eso lo que has decidido ser. Simplemente te has encontrado con una lista de la compra en la mano y la cumplimentas, esa misma lista que has quitado de tu vista guardándola en un bolsillo cuando has decidido ir a la torre.

      Así imagino yo, perro, lo que me ocurre, como si fuese uno de vosotros. La flecha que se curva sobre sí misma, la gota que observa desde un junco el río que la lleva o el habitante que contempla desde lo alto de una torre el ajetreo de la ciudad que  engulle su día a día…  son como chispas que vienen de vuestro lado de esa linde que me desafía; son torreros  que me muestran que hay algo más que mi opaca vida. Yo no he hecho nada para merecerlos, se me aparecen gratis pero, ¡hay!, se me apagan con la misma impunidad. 

      ¡Quién fuera uno de vosotros, que podéis vivir de forma continuada en esa claridad, en eso que imagino que ha de ser el cielo, si es que ha de haber alguno! Lo vuestro sí es vivir; lo mío es vivir sin vivir y anhelar tan alto que es morir por no conseguir salir de mis confines. Mi existencia es como una noche oscura, sí, pero inflamada en ansias y en amores alimentados por la vana ilusión de que vosotros, siquiera sea uno de vosotros, se haya fijado en mí y me rescate desde el otro lado para que mis afanes cesen y pueda olvidar éstos mis cuidados entre las flores de su amoroso regazo.

      ¿Vana ilusión? ¿Qué he hecho yo para merecer el castigo de ser sólo un perro habiendo dioses, y darme cuenta de ello? ¿Por qué tengo yo estos destellos?, ¿son mis torreros fuegos de mi castigo o trampolín para mi esperanza?, ¿me señalan un camino o me abofetean una tragedia? ¿Habría sido mejor para mí no haberme topado nunca con un torrero, haber pasado una existencia opaca, sin consciencia de la vida ni de la muerte?

       A menudo pienso que sí, que el saber no mejora la vida más que el no saber, y maldigo a mis torreros, a la rama que se partió precisamente cuando yo pasaba por el río y al acontecimiento que dobló la flecha de mi vida sobre sí misma; tan sólo −me parece en esos momentos− me han complicado la vida… los otros perros callejeros tienen más suerte que yo, viven y mueren felices, sordos y ciegos pero felices. Sin embargo, cuando experimento la luz… cuando veo… me parece impagable, y aunque a menudo me resulta muy doloroso me doy cuenta de que no renunciaría a la trasparencia por nada del mundo: he quedado enganchado a ella, colgado de ella.

       Por eso me gusta pensar –y a la vez me siento ridículo en mi atrevimiento− que soy un perro, sí, pero un perro filósofo, que en eso me parezco a vosotros y que serlo me puede redimir de mi animalidad, que esa porción divina que hay en este simple animal va a ser mi salvación. Vosotros sois filósofos porque estáis fijados a ese elevado estado que diferencia el saber de la sabiduría, que es el saber de sí. Vuestros torreros son continuados y vivís colgados de la claridad, de reproducir la luz a cada instante. Yo sólo obtengo experiencias entrecortadas y un anhelo infinito pero también he quedado prendado de esa experiencia; no me ha sido dado permanecer en ella pero he quedado prendado de la sabiduría. Por eso me considero filósofo.

       Tengo, con todo, una duda respecto de vosotros que me corroe y no puedo sino exponérosla. Así que si has llegado hasta aquí, ¡oh dios que me escuchas con magnanimidad!, y lo que sigue te ofende en lo más íntimo, considera que, al fin y al cabo, es sólo el pensamiento de un perro con ínfulas de humano, de dios; un perro que quiere creer que su vida es por algo y para algo y que cuando desaparezca no habrá muerto “como un perro” –como decís vosotros−, aplastado en una carretera o devorado por otro animal: muerto, podrido y olvidado, un ser para nada pues nada se ha alterado con su existencia y nada cambiará con su desaparición. ¿Qué objetividad se puede esperar de un perro que cree que lo humano le espera, que lo divino le habita? 

      Sigue leyendo, pues, y si llegas al enojo, que tu ira desemboque en risa benevolente, como la que provocan los atrevimientos de una criatura ingenua.

 

III. Guerrero de frontera

 Guerrero de frontera es el soldado que batalla en la línea divisoria entre dos reinos codiciosos. En tiempos de paz −aquéllos en que la voracidad de ambos reinos se ve frenada por alguna brida tirante− su misión consiste en hostigar las tierras vecinas para detectar debilidades y demostrar fortaleza. Y, a la vez, defender su territorio de las escaramuzas con que el soberano rival incursiona en él con iguales intenciones.

Sí, tengo, una duda sobre vosotros que me carcome, una incertidumbre que no me permito pensar, una sospecha blasfema que oscila entre el temor y la incredulidad, una vacilación que me hunde en el pesimismo y la desconfianza. Los interrogantes y certidumbres que voy a exponeros me aniquilan y socavan mi esperanza, que es lo único que me mantiene en pie: la perspectiva de llegar a ser como vosotros y que eso valga la pena, que sea más que ser perro.

      Ahí van mis constataciones imposibles y mis dudas sangrantes.

    Veo en periódicos que encuentro husmeando en las basuras, que experimentáis en vosotros sentimientos y actitudes que provocan en mí el estupor extremo de la incredulidad pues jamás habría podido imaginar yo eso en seres que son dioses para mí.  

      Parece que conocéis el odio y la guerra, que gozáis infligiendo dolor, que vivís en el miedo y la desconfianza hacia los demás, que cada cual se escoge a sí mismo por delante de los otros y los utiliza como instrumentos para su propio bien, que nunca os habéis sentido una unidad y consideráis que el bienestar individual se resta necesariamente del de los demás, que cuando el miedo y la inteligencia se enfrentan en vosotros casi siempre ganan el miedo y su secuela, la desconfianza.

      Da la impresión de que confundís el bien con la conveniencia propia, la verdad con el interés, la belleza con la afición, la felicidad con el bienestar, la libertad con la posibilidad de elección, el mal con la muerte y el peligro con los demás. Parecéis egocéntricos y peleáis hasta la extenuación por engordar vuestra seguridad contra unos iguales sentidos como enemigos y un mundo que os parece empecinado en mataros. Pasáis la vida huyendo del espanto que os provoca la vejez que anuncia la muerte. ¿Acaso tampoco vosotros tenéis la existencia en propiedad sino de prestado, vivís con horror a morir porque teméis que morir sea perderlo todo después de haberlo tenido todo? ¿Entre morir y matar preferís siempre matar, como yo? ¿Tan poca esperanza os habita a pesar de vivir en la luz?

      Vuestro mundo de consciencia no parece muy distinto del mío de inconsciencia: una guerra despiadada de todos contra todos por la existencia, en la que quien gana, sobrevive y quien pierde, desaparece; un batallar continuado con pocas situaciones que escapen a ese dibujo sanguinario: efectivo, sí, −como en nosotros− pero despiadado. Sanguinario y despiadado son nuestra condición y, aunque bestiales, somos inocentes pues es nuestra naturaleza ser así y no podemos hacer nada por cambiarla porque no nos damos cuenta de ello; en vosotros, en cambio, la barbarie es la negación de la humanidad.

      Yo soy un mero animal; vosotros no sois como yo pero podéis ser lo que yo jamás podría ser: podéis ser inhumanos, comportaros como si fueseis feroces animales ciegos y opacos, a quienes no se les ha aparecido ningún torrero. Parecéis habitados por demonios más que por dioses, esos dioses que fantaseáis y cuya mirada imploráis, entidades que imagináis superiores a vosotros y que –como yo− consideráis vuestro origen, vuestro destino y vuestra seguridad en una vida/caramelo que se os ha dado a degustar pero que os van extrayendo de la boca sin que podáis hacer nada por evitarlo, una vida que se os escapa. Dioses que no os son útiles porque, aunque los invocáis de continuo, no intentáis subir hacia ellos sino que descendéis a haceros como yo: carniceros.

      Todo eso no me cabe en la cabeza y no consigo interpretarlo: ¿cómo un ser que vive en la luz de sí mismo puede estar habitado por el miedo y la desconfianza para con la vida y los otros seres que viven igualmente en la luz de sí mismos?; ¿cómo un ser superior puede ser egocéntrico y, por miedo, esclavizar, explotar y masacrar a otros seres superiores con los que debería crear un paraíso? Nosotros vivimos enfrentados unos con otros por escapar de la muerte, pero ¿vosotros? ¿Qué os ha pasado para que hayáis acabado así, enemigos y temerosos de vuestros iguales, con el hocico pegado al suelo de la supervivencia, sin levantar el vuelo a una sabiduría que nace gratis de vosotros? 

      ¿De verdad no sois dioses?  ¿Es que no basta con la luz, con la consciencia de sí, con eso que para mí lo es todo?, ¿hay algo más que sea necesario para ser verdaderamente humanos? ¿Por ventura la luz no es para vosotros un punto de llegada, como sueño que sería para mí, sino un punto de partida? Pero ¿hacia dónde?, ¿acaso hay más fronteras, otras lindes respecto de las cuales vosotros estáis en el lado de acá, guerreando por pasar al lado de allá? ¿Sois poco más que yo y presentís algo que os llama desde más allá de un mar duro de navegar como a mí me llaman hacia vosotros vuestros torreros? ¿Sois también guerreros de frontera sin tierras aseguradas?

      ¿Qué os dicen esos vuestros torreros?, ¿qué hay al otro lado de ese océano tempestuoso que os hace de frontera?

      Hay acontecimientos habituales de mi vida que cuando acaecen durante los momentos de luz me hacen sentir mal, muy mal. A veces se me enciende la luz en el preciso instante en que estoy disputando fieramente un hueso a otro can famélico, o cuando estoy persiguiendo a muerte a un gato. En un instante me doy cuenta de la situación y, sin yo así decidirlo, me pongo automáticamente en el lugar del otro: siento en mí el miedo pavoroso del gato y el hambre atormentada del perro, entiendo su ferocidad asesina, me hago cargo de su desesperación… y entonces, con esas cartas sobre la mesa, cartas que antes no había, en el espacio de un segundo tengo que elegir: o él o yo. 

      ¿¡¡Elegir!!?  Yo, un perro… ¿elegir?

      Hasta ahora mi vida había sido fácil; peligrosa, dura, mortal… pero fácil. No tenía que pensar sino sólo dejarme llevar por unos instintos que no admitían réplica ni desviación: la duda entre el otro o yo se saldaba con un siempre yo, a muerte yo, para todo yo. Pero ahora…, si me elijo a mí y consigo el hueso, yo me alimento pero siento en mis carnes que el otro muere; mejor dicho, siento que lo mato porque he elegido mi vida por encima de la suya… y no puedo con esa sensación, me destroza, es nueva para mí y no sé manejarla.

      Pero si, por dar de comer al otro dejo escapar el hueso, me percato de que quien puede morir soy yo y me invade una sensación de ¡estúpido, estúpido, estúpido! ¿Quién es ése para ti? ¡Nadie, no es nadie! ¡Si se muere, que se muera! ¿Te ha dejado comer él a ti? ¡No! ¿Entonces por qué lo tienes que hacer tú por él? Si mueres de hambre ya no habrá nada, no podrás hacer nada, y lo peor es que te habrás muerto de tonto, de puro idiota. Serás el hazmerreír de todos: ¡oh! −dirán con sorna− alabemos al perro ascendido que murió de bobo. A ver si aprendes la lección, ¡imbécil!: con luz o sin luz, primero tú, segundo tú y tercero tú.

      Y esta segunda sensación resuena también en mí, casi siempre con más violencia que la primera.

      ¿Es esto lo que os pasa a vosotros, mis dioses? ¿El paso de la frontera que separa la opacidad de la transparencia sirve sólo para dejaros ante una elección?, ¿es sólo una puerta tras la cual no se arriba al paisaje seguro y único de lo humano sino a una bifurcación de dos caminos igualmente posibles, uno de los cuales conduce a la humanidad y el otro a la inhumanidad?

      Tiene que ser funesto, os comprendo. Elegir, siempre elegir, sabiendo que siempre se va a escoger mal: o el otro −y entonces soy imbécil− o yo −y entonces soy malo−. Ser perverso, ser malvado…  ¡qué pensamiento más extraño y nuevo para mí! Me causa pesar que ésta puede ser la encrucijada a la que os enfrentáis a cada momento porque es una disyuntiva en la que siempre se pierde: se elija lo que se elija, se pierde. Infausto destino el humano, enfrentado continuamente a situaciones de amarga resolución. 

      ¿Por qué sois así, por qué no hay salida?  ¿Quién os ha hecho así?  ¿Hay alguien más arriba de vosotros o vosotros sois el final? Y si hay alguien más arriba, por qué os ha hecho esto, daros la luz para que veáis que no hay salida, como a mí me habéis dado la luz para que vea que no puedo llegar a vosotros? ¿Es un dios a quien agradecer un don o a quien maldecir por haberos puesto ante una encrucijada sin salida y haber hecho que os deis cuenta de ello? 

      Entiendo que al final prefiráis no elegir, no pensar, no ver, no saber, no decidir, no tomar las riendas de un carro que, sí o sí, os conducirá al abismo. Comprendo que escojáis dejaros arrastrar por la vida y sus costumbres ya hechas, sin mirar más allá del ahora ni las consecuencias de vuestros actos. Y si llega el desastre… pues, al menos, habréis vivido… felices −¡habrá que decir!− en la feliz inconsciencia de cualquier vaca que no sabe que la cuidáis con mimo sólo para beber su leche, comer su carne y haceros adornos con su piel; habréis vivido en la felicidad de la vaca. ¿Es eso lo más a lo que se puede aspirar?

      Cuando llegue el final, el de cada uno o el de todos juntos, ¿habréis vivido?… ¿o simplemente habréis “pasado por aquí”, como considero yo que es mi vida en los momentos de opacidad? ¿Vuestra existencia habrá sido para algo más que para emborracharos de inconsciencia y engendrar hijos que vivan también ebrios de sombra, con tal de no ver que no hay salida y que la vida no llega a nada más que defenderse y atacar en un necio e improductivo enfrentamiento de todos contra todos? ¿Es eso vida?  Si es así yo prefiero quedarme en la inconsciencia… aunque, ¡maldita sea!, ya no puedo: he visto la claridad y esa visión ya no se me apaga.

      ¿No hay nada más? ¡Por dios, que haya más, que tras las fronteras en que peleamos haya un paisaje abierto de luz por el que se pueda volar! Que haya más, porque si sobre vosotros, dioses, se cierne la sombra del sinsentido, sobre mí… ¡pobre de mí!, ¡qué va a ser de mí, simple perro que carga sobre sus hombros el agridulce don del darse cuenta!

 

 

IV. ¿Humano?

      Siento que me movéis a compasión… pero también a envidia.

      Con sólo un poco que os sometieseis a los instintos vuestra vida sería tan fácil como la mía: inconsciente pero sin complicaciones irresolubles. Pero vosotros ya no disfrutáis de instintos incontestables que os dirijan sin castigaros con vacilaciones. Con la claridad de la consciencia se os ha otorgado el don envenenado de la posibilidad de elegir y la facultad ácida de la voluntad, para hacerlo. Y con ello, el decurso de la vida y del mundo, que a los inconscientes nos es ajeno, comienza a depender de esas elecciones. Tenéis el poder y la responsabilidad de crear vuestra vida y decidir la del mundo… como dioses que sois.

      Sin embargo entiendo que la cosa no pinta tan bien como suena porque vuestros dioses crearon el mundo en instantes, días o meses, pero sin titubeos: una cosa salió de otra con completa seguridad, como si supiesen qué estaban haciendo; había un plan y ellos lo conocían o, incluso, lo habían proyectado. A vosotros, en cambio, os ha correspondido la misma posibilidad pero envuelta en una inseguridad angustiosa y agotadora que hace de la responsabilidad una carga. 

      Vuestros dioses, que deberían guiaros, os patean, os abandonan o se pelean entre ellos como carnívoros homicidas. No son fiables. Perdida esa guía vosotros tenéis que decidir cómo ser; sin programación para la vida, vosotros tenéis que escribir un programa para la existencia. Pero asumir el papel de un dios creador y programador da vértigo porque cierra las puertas a recibir ayudas y a encontrar excusas; todo dependerá de vosotros y de vuestro criterio, un criterio sin referencias en que cada decisión es una aventura que no se sabe a dónde puede conducir. Para vosotros vivir es crear la vida, empujar una pared invisible tras la que no hay nada ya hecho: lo que se encuentre después de vuestro paso será lo único que haya y vosotros lo habréis traído a la existencia. ¿Quién os dice cómo?  Vosotros mismos y nadie ni nada más.

      ¡El poder de un dios!: definir una vida entera, la vuestra y la del mundo, desde la nada de un amasijo de encrucijadas sin mapas. Ambos hemos recibido la existencia, pero a partir de ahí yo nací hecho y dirigido y vosotros tenéis que haceros.

      Sí, pero ¿el poder de un dios… para qué si el precio es ése? –os oigo lamentaros− A mí que me guíen, que me digan lo que tengo que hacer. Clamáis a gritos por jefes-refugio, jefes-solución y os dejáis guiar por cualquiera que aparente seguridad, que afirme que sabe qué hay que hacer, por dónde hay que ir. Yo también, de ser uno de vosotros, le seguiría a ojos ciegas: soluciona mi presente, encárgate de todo aunque pidas mi vida a cambio; prefiero renunciar a mi luz antes que enfrentarme a disyuntivas; por no decidir estoy dispuesto a someterme y ávido de pensar lo que tú pienses.

      Me apena veros perdidos a vosotros, dioses; me entristece comprobar cómo os arrastráis por el barro de la ceguera, el miedo y la desconfianza, convertidos en animales rastreros; me aflige que mientras yo muero por dar el salto hacia vosotros, vosotros hayáis tomado el camino hacia atrás; me consterna que en la disyuntiva de “o él o yo” os comportéis como alimañas; me descorazona que en vosotros la animalidad sea todavía tan fuerte que os escojáis a vosotros mismos aún cuando creáis escoger al otro. El poder de un dios es, como todo en vuestro mundo, ambivalente: podéis crearlo todo pero a la vez podéis destruirlo todo; poderes ambos que están lejos de mi alcance de simple animal.

      Sí, es cierto, siento que me movéis a compasión porque veo vuestra situación y comprendo vuestra naturaleza… pero también me despertáis envidia pues disponer del poder de un dios me subyuga aunque me dé pánico. Si lo conseguís lo vuestro sí será vida auténtica, vida de verdad, vida que valga la pena vivir, ¡la vida de un dios! ¡Qué envidia!

      Nadie –ni tan siquiera tú, ¡oh humano benevolente!, que sigues con curiosidad, risa o desprecio mis desvaríos− puede esperar que yo, un perro, pueda brindaros un ápice de guía. No sé qué es ser humano, en qué consiste la humanidad, hacia dónde debéis dirigiros en la encrucijada de después de abrir los ojos porque yo mismo, cuando se me abren los míos, no sé qué hacer, en la decisión entre el otro y yo siempre me pierdo. Lo único que alcanzo a ver es el otro camino, el que retrocede hacia la animalidad haciéndoos inhumanos. Ese lo reconozco porque es lo que yo soy cuando estoy deshabitado de la transparencia. 

      No sé guiaros.  Lo único que sé es que en mis momentos de lucidez me siento despedazado entre dos fuerzas: la que en la disyuntiva “o él o yo”, me conduce al otro y la que me devuelve a mí mismo. La segunda, la que me lleva a escogerme a mí por encima de todo y de todos con una potencia incontrovertible e implacable, proviene –diría yo− de mi animalidad porque es la que me dirige en mis momentos de opacidad. La otra fuerza se manifiesta en mí en los momentos en que mi vida se torna cristalina. Es como si oyese en mi interior una voz que me repite ¿por qué no los dos?; no tiene por qué ser sólo “o él o yo”, también puede ser “los dos”. Es una cantinela tierna, sin fuerza pero persistente, no se acalla: ¿por qué no… por qué no… por qué no… …? Aun en las abundantísimas ocasiones en que me escojo fieramente a mí mismo, ella persiste tenaz, casi inaudible pero perseverante: ¿por qué no… por qué no… por qué no…? como si no estuviese dispuesta a darse por vencida.

      Sólo puedo deciros que a mí me ocurre eso. Y que me ocurra me desazona porque no entiendo que eso sea posible: ¿los dos? No me veo amigándome con un gato callejero o compartiendo con otro perro un hueso disputado. El gato huiría despavorido, y ambos perros quedaríamos hambrientos; no entiendo cómo una buena voluntad podría desbancar rivalidades asentadas ni cómo un solo hueso podría aplacar dos hambres insaciables. 

      Si eso mismo os ocurre a vosotros, al menos a algunos, si sentís esa misma fuerza que nace en vuestro interior tirando de vosotros hacia el lado opuesto de la animalidad, de lo inhumano, quizás quede alguna esperanza, tal vez no esté todo perdido. Puede estarlo, desde luego, porque nada asegura que vayáis a tomar ese camino en lugar del otro: la llamada no tiene tanto brío como para desbancar automáticamente al miedo. No es un instinto que fuerce una dirección, sino una decisión consciente que cabalga sobre la libertad, la voluntad y el conocimiento: se cumplirá si con vuestro poder de dioses –ese poder de que yo no dispongo− la lleváis a cabo. Si no, no ocurrirá.

      Tal vez desde vuestra elevada atalaya sí veáis lo que a mí se me oculta: cómo salir de los miedos que os atenazan y os devuelven a la animalidad. Quizás consigáis diseñar la forma –que yo no atisbo− en que compartir un hueso no sea quedarse hambrientos sino saciados. Ha de ser posible resolver esta contradicción pues es la única esperanza de sobrevivir. No veo que lo sepáis hacer mejor que yo, pero sé que todo proceso requiere su tiempo. Sin embargo vuestro tiempo –y el mío− no es infinito, se acaba. ¡Ojalá lleguéis a ser humanos, verdaderos dioses creadores de una nueva vida, antes de que se os escape del todo entre los dedos!

      Espero y confío en que lo consigáis porque, si no, eso significará la muerte de toda esperanza para mí, perro.

 
 
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