LA UTOPÍA NO CUESTA DINERO

Para H.M., mi primer y recordado encuentro con lo imposible.

1

Alamedar vio ante él una mujer elegante, tan alta como él, vestida de traje-pantalón, con la distinción serena que despliegan algunas mujeres cuando se visten con ropas masculinas, «cuando embellecen ropas masculinas» −pensó. Sus ojos se tropezaron, no se buscaban, simplemente se tropezaron con los del otro y se quedaron fijos. La mujer llevaba el pelo corto, a lo garçon, y no lucía pendientes ni otros adornos, ni tampoco maquillaje, o eso parecía. Un reloj flojo en la mano izquierda y ningún anillo. Sin embargo era especialmente bella, tanto que cualquier adorno habría desmerecido de su figura –eso decía la mirada rápida del hombre. Unos pechos que se adivinaban, no grandes pero sí suntuosos, bajo el escote lujoso de la camisa, despertaron su pasión, y un calor de alfileres erizó su cuerpo partiendo de su sexo en todas direcciones. Con la boca abierta, levantó torpemente la mano derecha y acertó a decir:

− ¿Nos conocemos? –esbozó una sonrisa de adolescente pillado in fraganti en un deseo ilícito que debe disimular. «Una magnífica frase para ligar, demoledora, la más acertada −se dijo−; pensará que soy idiota».

− No… creo… −contestó la mujer sin parecer presa de las fuertes emociones que comenzaban a trasegar la estabilidad del hombre.

Impresionante la serenidad, la seguridad, el saber estar… «¿Cómo hacen las mujeres para dominar estas situaciones, para estar naturalmente por encima?» −se preguntó. El estaba cayendo en un vértigo peligroso que, lo sabía, le llevaría a decir y hacer inconveniencias, a quedar como un imbécil inexperto y atolondrado, un crío que quiere pero no puede llegar a despertar el interés de una mujer como ésa… no digamos ya su deseo. Además llevaba todavía, y a disgusto, el maldito traje del trabajo, oscuro, casi de funcionario antiguo, y eso le producía aún más inseguridad. Sólo le faltaban unas gafas de culo de vaso y barba raquítica y sin afeitar.  Aunque no era ése el caso le parecía que no era hoy su mejor momento para ligar.

− Bueno… −dijo, y su cara era como de pedir perdón− «¡A que se va!, ¡Dios! ¡Idiota!» –pero no acertó a decir ni hacer nada más.

− Bueno… −la mujer sonrió y su sonrisa iluminó la ilusión de Alamedar, espoleó su valor y consiguió que la mano de éste se adelantase, abierta, hacia ella.

− Me llamo Alda… bueno, Alamedar, pero todos me llaman Alda –no era la mejor frase del mundo, pero era todo lo que se le había ocurrido; una frase tímida, mera tentativa, insegura, casi pidiendo piedad, pero simulando alegría, virilidad y arrojo.

− Yo soy Hadeit −y alargando su brazo estrechó la mano que le tendía el hombre; tenía una voz suave pero de mucha presencia−.

Alamedar siempre recordaría ese primer tacto. Después se tocarían con avaricia muchas veces, pero ese primer tacto… esa piel, esa suavidad, ese apretar femenino, fuerte y tierno, duro y suave, atrevido y poderoso, inocente y demoledor… se le metió hasta dentro de la última de sus células. El cuerpo se le electrizó de súbito, los alfileres del deseo se concentraron en su cara, alrededor de sus ojos, que no podían apartarse de los de Hadeit… que tampoco se apartaban de los suyos. Sonrisa franca, suplicante. Se moría por acercarse a ella, sentir su calor, estrechar suavemente su cuerpo… durante un microsegundo perdió la consciencia de la realidad y a punto estuvo de lanzarse. Pero se contuvo… o algo le contuvo.

Alamedar percibía que Hadeit seguía dominando, elegante, señorial, savoir faire, distancia, pulcritud, poder. El, en cambio, se sentía desencajado, agitado, improvisando palos de ciego, desasosegado… y transparente, sensación incómoda pero excitante de estar arriesgándolo todo y saber que el otro se da cuenta.

− Iba…, pero no tengo prisa, estoy libre… ¿Va-vamos…?, ¿te apetece…?

− Sí –volvió a sonreír, esta vez con sencillez−. Yo también estoy libre.

¿Había sido una declaración velada de disponibilidad amorosa por parte de los dos, o sólo se habían comunicado que estaban libres en ese momento, que durante un rato no tenían nada mejor o más urgente que hacer? La atracción enlazó y aclaró los deseos y ambos sintieron que el otro se mostraba libre para él, libre en la vida, esperándole a él, precisamente a él, único, incambiable, irrepetible, diana del existir, que, por fin, se mostraba con claridad. Flechazo en el centro del corazón, sin equívocos, rápido, instantáneo, mortal, para qué perder tiempo, que es lo que más les falta a los pobres humanos. Nada ni nadie más en el mundo. ¿Eres tú? Eres tú, tú, tú. Te he encontrado, me has encontrado.

Tropezándose con el otro, estallándoles el deseo y la sonrisa en esos contactos fortuitos pero anhelados y temidos a partes iguales, cruzaron la calle y se sentaron en una terraza junto al río. El mundo se cerró a dos, pasaron autobuses, gente, sonaron sirenas, parecía que todo seguía igual, pero no, la historia se paró, la vida se detuvo, el tiempo se hizo añicos y todas las heridas del universo se restañaron en dos pares de ojos que se anhelaban, dos bocas que hablaban y hablaban de esto y de lo otro pero que sólo decían “te ansío, te deseo… necesito tu cuerpo, tu piel, tu olor, tu ropa, tus brazos, tu boca, tu sonrisa, tu mirada, tu pecho, tu respiración, tu dulzura, tus ganas de mí… me muero por tenerte”. Chispas, brillos, resonancias, inocencia, bondad, verdad, miles de siglos de historia de la vida reverdeciendo su milagro en dos sujetos cualesquiera y, a la vez, los más importantes, los definitivos, aquéllos sin los cuales nada habría sido posible en la Tierra, los sujetos eternos, los amantes universales, los depositarios de las semillas de la vida.

La luz de la tarde palideció y los bares y terrazas comenzaron a iluminarse. Caía la noche. Poco a poco les fue invadiendo una cierta sensación simultánea de cansancio. La intensidad tiene sus límites, y cuanto más extrema es, más límites se pone para poder reproducirse igual en otra ocasión. Cuando uno se acostumbra a la intensidad nada puede sustituirla; menos que ella nada vale, todo es nada. Como si se hubiesen puesto de acuerdo se levantaron y se despidieron.

− ¿Un beso? –lo dijeron los dos, aunque sólo lo pronunció uno.

− Sí.

Acercamiento decidido pero tímido, cuidadoso, ¿en la mejilla? no puedo, necesito sus labios, ¿será demasiado?, quién tuerce la cabeza hacia dónde, choque final de narices, risa que descarga la tensión y da a oler el aroma del deseo en la boca del otro, beso húmedo, sin lengua, en labios sorprendidos, suaves, relajados, sin tensión, receptivos, anhelantes pero cuidadosos… ¡ay!… un poco más largo de lo conveniente… ¡ay!… separación, varita mágica, ojos subyugados, ansia subyugada, comprensión subyugada, seriedad suplicante. El beso ha acabado con la risa y ha dado paso a la verdad.

− Yo me voy por aquí –anunció uno con miedo.

− Yo por ahí –dijo el otro señalando una dirección distinta.

Titubeo…, segundos eternos de vacilación, peligrosos, fatídicos… Si nadie dice lo que desea, por prudencia, por no arriesgarse a poner al descubierto su ansia y exponerse a un no…

− ¿Te parece que quedemos mañana? –también lo dijeron los dos, aunque lo pronunció sólo uno.

− Sí.

− ¿Aquí mismo?

− Sí.

− ¿A la misma hora?

− ¿Un poco más pronto, para tener más tiempo?

− ¡Sí! –ilusión, «Gracias, qué bonito lo de hoy, me voy con mucha hambre, con muchas ganas, mañana te comeré» −fue un pensamiento no expresado

− Hasta mañana, pues.

− Hasta mañana.

Mientras se retiraban cada uno en una dirección, extendieron los brazos para tocarse las manos, que se deslizaron rápidamente una sobre otra aprovechando la sensación de cada milímetro, exprimiéndolo, sintiendo hasta la última célula de contacto en la punta del dedo más largo, estirado al límite. Luego aire, sonrisa, el brazo que cae, la mano que dice adiós, la mirada que no quiere perderse pero que al final… hay que cruzar la calle. ¿Cómo será su casa?, ¿dónde vivirá?, ¿habrá más gente que yo en su vida? Y se pierden el uno del otro en el bullicio de la ciudad, por calles resplandecientes, engalanados de un deseo que se estira por avenidas, dobla esquinas, entra en portales, sube escaleras y se mete con ganas infinitas en camas blancas a saborear el también infinito gusto que palpita en los dos.

Nunca más volverán a vivir eso. Tal vez el futuro sea aún mejor, pero eso, eso que están viviendo ahora, desde que han perdido el contacto de los labios, después el de los dedos y finalmente el de los ojos, eso no se repetirá jamás. Una vez en la vida, sólo una. El cielo es, para los humanos, área reservada.

No se han acordado de darse los teléfonos. ¿Para qué? Todo está claro y es imparable: mañana aquí mismo, un poco antes para tener más tiempo. No puede ocurrir nada, ningún acontecimiento puede vencer sus ganas, mañana aquí, un poco antes… para tener más tiempo.

 

2

¿Cuánto antes?  Llegan, bastante antes, los dos casi al tiempo, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Esta vez Alamedar va más seguro con su ropa. Se ha vestido como él se gusta y piensa que puede gustar a los demás: vaqueros, deportivas sin calcetines, camiseta y americana ligera. Jovial. Brillante. No quiere malograr el gusto que sus ganas ansían; necesita asegurarse el néctar de los ojos de Hadeit y la ambrosía de sus labios.

Se ven de lejos, se acercan deprisa con ojos sobrecogidos y sonrisa miedosa, ¿un beso simple en la mejilla?, nadie ha decidido nada pero se abrazan sin mediar palabra, se aprietan, la cintura de Hadeit se acopla dócil a la presión de Alda, y se besan, esta vez con lengua indecisa, mucho tiempo, más allá de toda conveniencia, pero siguen el abrazo, con fuerza. ¿Me estoy pasando? … riesgo … duda …  burbuja de deseo que los aísla hasta del aire.

Cuando por fin, a la expectativa temerosa de la reacción del otro, se separan, ven las mesas de la terraza, la gente, los coches que pasan, ruido, el mundo rodando en una inconsciencia inútil hacia ninguna parte, indiferente al milagro que está ocurriendo ahí mismo, sin focos, sin música, sin altavoces y sin aplausos, como suceden las cosas que son de verdad. No pueden seguir ahí, en ese desierto; respiración entrecortada, urgencia de más, de repetir, de no parar, rampa de lanzamiento.

− ¿Vamos a mi casa? –nuevamente lo dicen los dos, aunque lo pronuncia sólo uno− Vivo cerca.

Se dirigen a casa de Alda, que queda próxima. Van abrazados, inquietos, avergonzados por haber abierto tan de golpe las puertas que protegen las estancias más frágiles de su intimidad, por haber expuesto a un otro, todavía desconocido, lo más íntimo y vulnerable suyo, su necesidad de ese otro, y haberle dejado claro que, desde que ayer te vi, ya no soy nada sin ti, no soy nadie, me haces falta, entra hasta dentro y quédate en mí… te necesito, te necesito, te necesito, desde ahora dependo de ti, ¡ven! Es la situación más peligrosa porque si me dices que no, me rompes por el centro, y si me dices sí para aprovecharte de mí, vas a encontrar abiertas de par en par todas mis puertas, sin defensas, y me puedes hacer el daño más profundo que imaginarme pueda, me vas a desgarrar el alma, me vas a matar, no sobreviviré a ti.

Envueltos en temores y en apretones de brazos y besos intermitentes, urgentes, rápidos, avergonzados, cautos y decididos que los despejan, llegan a casa de Alda. En el ascensor no hay escapatoria, de nuevo mirada, temor, abrazo, beso, deseo que apremia, manos que palpan, que aprietan, labios que se dejan, ojos cerrados, sentir, sentir, cuerpo que se entrega y anhela. Ya hemos llegado, empujamos la puerta sin separar el beso… ¿si nos ve un vecino?…  no me pierdo tus labios por nada del mundo, risas, es difícil encontrar la llave y acertar en la cerradura mirándote a los ojos y queriendo que entres por los míos, no puedo perder un segundo de ti.

Dentro, la casa desaparece, ya me la enseñarás otro día, ahora eres tú, eres tú, ven, vamos, no me sueltes, no me separes de tu calor. Pasan a la alcoba y Alamedar tumba a Hadeit en la cama, boca arriba, con las piernas colgando desde las rodillas. Luego él se tumba encima en un abrazo que desprende mimo y ansias recíprocas a partes iguales.

− Tengo tantas ganas de ti, tanta necesidad… –la boca busca, la boca encuentra, la boca se abre, la boca musita ansias al oído, por el lóbulo, rodeando el cuello, que se arquea de placer, collar de zafiros de deseo que lo abrazan.

Después se sienta a horcajadas sobre Hadeit y comienza a quitarse la americana. Hadeit se incorpora sobre sus codos. La caída de los senos se le sugiere a través del escote a un Alamedar que se siente arrasado, indefenso y deseoso de derribar todos sus muros, sus miedos, sus vergüenzas y lanzarse a ese abismo que siente que no tiene fondo, que le va a tragar.

− Tengo que decirte una cosa –Hadeit le mira con una sonrisa temerosa mientras Alamedar deja caer la chaqueta al suelo.

− Ya me lo dirás luego

Y se saca la camiseta dejando a la vista su torso. Ante los ojos de Hadeit explota la premura varonil, la necesidad urgente, la fuerza que derriba todo obstáculo, la decisión que no admite un no y que arrastra consigo un mundo, un aire cargado de pasión, pasión por ti, por ti, por ti. Se queda sin palabras, vencida, seducida, mareada en el deseo de Alamedar. Sólo acierta a balbucir en un suspiro.

− Estoy perdida…

Y se lanza a la boca de Alamedar, a rodearle con sus brazos, hace que sus pechos se aprieten contra el pecho ardiente del hombre, quiere que los note, que le vuelvan loco porque ella acaba de perder la razón.

− Yo también estoy perdido, quiero morirme entre tus pechos, sentir su carne en mi carne, su bulto, su movimiento, su calor, sentirte en ellos… ¡Ahhh!

Hunde su cara entre ellos y respira con fuerza ese aire cálido que emana de los senos de las mujeres.

− A leche, huelen a leche dulce, a leche calentita. Me dan ganas de llorar.

Un torbellino de emociones inunda la habitación y traspasa los dos cuerpos. Es pasión, es ternura, es cuerpo, es piel… es todo, lo es todo. Hadeit sonríe. Alamedar aparta la cara y estrecha su pecho contra el de ella. Las emociones explotan.

− Espera –dice Hadeit venciendo la fuerza del abrazo del hombre, y separándose un poco comienza a desabotonarse la camisa, sin malicia, pero lentamente, ante un hombre que siente que todo le flaquea y que toda su prudencia de adulto se viene abajo.

Aprovechar el momento, esa magia de la primera vez no se repetirá, no puede haber nada más emocionante: enseñar por primera vez y mirar por primera vez. Grabad, ojos; graba, piel; grabad, labios, manos… grabad formas, emociones para que no se pasen, para que habiten el universo, para que se sepa dónde está la verdad, la belleza, la unión de dos que se hacen uno y que se pierden y se ganan el uno en el otro.

Empieza a atardecer, la luz se hace tenue en la habitación, pero los pechos de la mujer iluminan ansias propias que se proyectan por los pezones –así le parece a Hadeit− y encienden ardores en el hombre, que los recibe como oleadas de golpes físicos que revuelven y desatinan el equilibrio de sus treinta y cinco años.

Hadeit se quita el sujetador −¡despacio, más despacio, quiero verlo todo, todo, el más leve movimiento, la más sutil caída, que aparezcan lentamente, apreciar la prometedora redondez al ritmo lento con que se vaya mostrando, el pezón maternal, sin cerrar la boca atónita, para que las emociones no me ahoguen− y al acabar, con los pechos abiertos, levanta la cabeza y mira al hombre. Misterio sagrado, culto, adoración, caer de rodillas, secreto arcano, cancelas de intimidad, programa de vida… quién puede saber qué atesoran unos pechos de mujer.

En la sonrisa de la mujer zozobra el sosiego del hombre que, de pie, se quita atropelladamente las deportivas y los pantalones. Una pernera que se traba, me caigo, no te caigas, no. Luego el calzoncillo, más rápido. Aparece un pene poco hinchado, a menos de media asta. Pero quién tiene tiempo ahora de fijarse en menudencias. Emociones incontenibles lo embargan todo, llenan todos los rincones, abren la flor del placer, desgranan los pistilos del gusto. Pene o polla… importa poco, no importa nada. Ante las emociones la virilidad se desvanece, no arbitra el juego. Alamedar, desnudo y sin saber dónde fijar la vista, extiende con veneración sus sentidos hacia Hadeit. Tocar, sentir, saborear, pronunciar, escuchar, suspirar, restregarse, arquearse, encogerse, besar, lamer, mezclar salivas, aspirar aires, degustar delicias, piel eléctrica, congregación de intimidad…

Alamedar desliza su cuerpo hacia abajo y besa el cuello de la mujer, llega al pecho, lo abraza para centrar los senos y hundir la cara en ellos, despacio, sintiendo la piel, lo blando, lo maleable, lo cálido. Después sigue hacia abajo, por el vientre, el cuerpo de la mujer se retuerce de gusto. Vamos hacia el centro, hacia el otro imán, soltar el masculino pantalón, abrirlo, deslizarlo un poco hacia abajo metiendo una mano por detrás de la cintura… Hadeit levanta un poco las caderas para facilitar la pasión del hombre.

¿Pasión o miedo? ¿Qué siente la Hadeit que colabora con el hombre que le baja los pantalones? ¿Cuál es la expresión de su rostro en estos momentos?

Alda se ha detenido en el ombligo y baja poco a poco descubriendo la fina piel y empujando la braga con la lengua, y entonces…

 

3

A veces el mundo se para en seco y todo se detiene de golpe, con un sonido instantáneo, huraño, brusco, completo, adusto, perfectamente serio como golpe de ataúd en tierra, tal como escribió el poeta. Todo se inmoviliza.

Bajo las bragas de Hadeit hay unas cintas… como vendas. Alamedar levanta un poco la cabeza, extrañado, y con impremeditada fuerza, sin darse muy bien cuenta de lo que está haciendo, tira de las bragas hacia abajo y aparecen unas vendas cruzadas que sujetan… «¿qué es esto?, ¿qué hay aquí?»

− Lo siento, es lo que quería haberte dicho… pero no me has dejado… y no he podido –y, como quien tiene costumbre por haberlo hecho en más ocasiones, vuelve a levantar un poco las caderas para que el hombre retire del todo la prenda y pueda ver… Después se incorpora sobre los codos para mirarle.

La magia, ¿dónde se ha ido la magia, las emociones, la premura, el ansia? ¿Dónde se han congelado? Con torpe prisa Alda deshace malamente el vendaje y emergiendo de entre las piernas aparece un pene que no está pequeño pero tampoco grande, morcillón.

A partir de ese momento Alamedar pierde la noción del tiempo y del espacio, no sabe ya quién es, qué pasa, dónde está ni por qué, qué está ocurriendo, no sabe nada, la situación le sobrepasa y toma las riendas de lo que él hace y dice, porque se ha quedado sin capacidad de pensar. Lo que acontece sucede al margen de su consciencia. Levanta la vista a Hadeit que, con consternación, ve la cara de pasmarote que se la ha quedado, luego mira las tetas –ahora son tetas− y por último baja la vista a ese visitante inesperado.

− Pero tú … ¿eres hombre o mujer? –no es consciente de que ha hablado ni de lo que ha dicho.

− Soy … Hadeit … −silencio− ¿Te gusto?

Tampoco lo ha oído. Vuelve a mirar las tetas y nuevamente a esa contradicción que le reclama. Con un movimiento inconsciente, su mano izquierda agarra el miembro de la… ¿mujer? y lo levanta hacia la tripa. Aparece la cara inferior del pene, el glande descapullado y brillante, y los testículos, unos testículos colgantes, grandes, todo perfectamente depilado. Los reconoce, son como los suyos, son testículos de hombre. Su mano derecha se mueve, ajena a su voluntad, y agarra su propio miembro, que está asustado, fuera de juego. Lo agita un poco, como llamándolo, lo vuelve a agitar, no quiere responder, lo agita más, por fin se hincha un poco. Con la mano lo lleva cerca del miembro de Hadeit. Tiene la sensación de reconocer a un hermano. Toca su glande con el otro, con un toque cálido, húmedo por los líquidos que ambos han destilado, que se desliza rozando con suavidad el centímetro mágico, una y otra vez y otra y otra y otra más. el pene de Alamedar crece y, súbitamente, sin previo aviso, expulsa una violenta eyaculación mientras se le escapa un gemido de dolor y su cuerpo se encoge más y más respondiendo a las oleadas de esperma que se desparraman sobre el vientre de Hadeit, sobre su pene y, finalmente, sobre sus testículos y la colcha de la cama. Su mano izquierda sigue sujetando el pene de Hadeit, la derecha acciona automáticamente su propio pene para exprimir la eyaculación, y sus hombros caen sobre las caderas de la mujer, dejando la boca junto al pene de ésta.

Sin recuperar el aliento, con un movimiento que no sabe de dónde viene, totalmente inconsciente, saca la lengua y lame tímidamente el pene de Hadeit sintiendo el contacto en su propio pene, como si ambos fuesen uno solo, hermanos siameses separados en dos cuerpos. Abre la boca y se lo mete dentro empujado por una fuerza desconocida. Nuevamente siente su boca en su propio pene… Hadeit se tumba sobre la cama y su cuerpo se contrae. Su miembro no está tieso, y a Alda le gusta sentirlo así, maleable; si aprieta con la lengua o con los labios, el pene cede dócil, gustoso, lo puede trajinar en la boca, como si lo besase. Tiene  ganas de meterse también los testículos y lo intenta, pero no caben. Lo hace con cuidado de que todo sea suave y húmedo, de que no haya dientes: no quiere hacerse daño. Desliza la lengua a lo largo del centímetro mágico y aprieta a la vez que succiona, chupa con fuerza como si quisiese extraer algo precioso, alguna leche, como de seno. Aprieta con la lengua el miembro de Hadeit contra la tripa de ésta y mueve los labios sobre su glande. Nota cómo en breves instantes el pene crece haciéndole abrir desmesuradamente la boca y casi seguido nota un chorro fuerte que le inunda, otro chorro y otro más, a la vez que percibe cómo el cuerpo de la mujer se agita y gime, los brazos tensos a los lados.  

¡Claro!, un pene eyacula, pero no se lo esperaba, le ha pillado por sorpresa. Con los últimos estertores, asombrado, retira la boca y comienza a subir despacio por el cuerpo, que aún tiembla, derramando semen por donde pasa. Necesita que su pene sienta al otro, tiene que juntarlos, y sube agarrándoselo, por el vientre, el ombligo, la tripa sedosa y tersa y al llegar a las tetas levanta un poco la vista, pero no tanto como para coincidir con los ojos de Hadeit y pregunta… a nadie, porque es nadie quien pregunta:

− ¿Dan leche? –Hadeit no se esperaba esa pregunta y sonríe.

− Alguna vez han dado, sí.

− Entonces qué eres ¿hombre o mujer?

Silencio… corto esta vez.

− Soy  Hadeit –repite−… ¿Te gusto como soy? ¿Te gusto yo?

Sin oír, el hombre llega a la altura de la cara de la ¿mujer? y se levanta sobre sus brazos para poder bajar la vista. Ve los dos miembros, un poco flojos, a la misma altura y hace que se toquen, mueve la cadera para que entren en contacto, dos amigos que se saludan, dos hermanos que no se han visto nunca pero que se esperaban.

¡Hola, amigo, hola, hermano, hola, tú! Se  saludan una y otra vez, de lado, de frente, de arriba abajo, golpeando, crecen a la vez, los cuerpos se tensan, Alamedar está rígido diez centímetros por encima de Hadeit, que participa en el juego de las caderas para producir los contactos, gimen, gritan, se contraen y en el paroxismo vuelven a eyacular, ahora al mismo tiempo. Voces animales, jadeos sin proporción, tensión que salta a lo máximo. Alamedar cae con todo su peso sobre el cuerpo de Hadeit que lo recibe desvencijada. Cundo un hombre eyacula, todo se para. Nota los pechos, no le pasan desapercibidos. Beso abierto, saborear los deseos que contiene el aliento, sorber la agitación, dos corredores que, en la meta, se apoyan uno en otro mientras recuperan el hálito y se sonríen, misión cumplida, no podría haber sido mejor, ha sido perfecto, estoy lleno, estoy llena, pero te deseo, quiero más, más, más…no concibo acabar, separarme de ti, de tu calor, que dejes de volverme loco, loca, prefiero la locura a terminar aquí, te necesito más, más, más…

La necesidad vence al cansancio y Alamedar se gira para buscar los líquidos que están sobre la tripa de Hadeit y han salpicado hasta su pecho derecho. Los extiende con los labios y después se echa para resbalar sobre ellos, resbalar hacia arriba, sintiendo sus pechos bajo su vientre, hacia abajo, de lado, apretando, expresando ansia, más ansia, un ansia renacida y al parecer interminable… mientras abrazan con pasión creciente el cuerpo del otro.

Un poco más abajo está el miembro de Hadeit, blando, esperando las caricias de su lengua, el cálido anhelo de su boca. Baja hasta él y mientras se lo mete en la boca siente que su miembro ha llegado hasta la boca de Hadeit y que ésta hace lo mismo. Al notarlo el cuerpo se le tensa con un calambrazo inesperado y se deja hacer, erizado y complacido. Levanta un poco la grupa para que Hadeit lo tenga más fácil, ambos intentan acaparar los testículos del otro, pero se escapan, el intento es placentero y los testículos se redondean y endurecen, los penes vuelven a crecer y llenan las bocas. Ambos a la vez llevan la mano al miembro del otro y lo acarician buscando su humedad mientras juegan con los testículos en la boca, con suavidad, lengua, labios que circundan y garganta que sorbe. Gusto inenarrable, los testículos conectan con la columna vertebral y estremecimientos de placer que lo tensan todo la recorren arriba y abajo un número infinito de veces con una intensidad casi insoportable. Orgasmo tras orgasmo. ¡Ahhhh! gritan a la vez que revuelven los testículos blandamente en las bocas. Cada uno hurga con lengua y labios en los del otro pero siente de nuevo como si estuviese jugueteando con los suyos propios. La boca es el único órgano del cuerpo que no se estremece, sigue jugando con suavidad, el milagro de la sutileza, del toque mágico, mover estructuras internas, interesa al cuerpo en sus tendones, en sus cartílagos, en sus conexiones cárnicas, la magia de la carne, la verdad de la carne, la profundidad más allá de todo horizonte de la carne… somos de carne, qué bien.

Alamedar saca los testículos de Hadeit de su boca y comienza a contarles en voz alta que el juego que le está haciendo Hadeit se torna insoportable pero irrenunciable, les cuenta que el infinito de carne de sus pechos se hace más y más presente, que son olas de carne en un mar de carne en que se ve náufrago sin desear rescate, que los pechos me despiertan las ingles, el vientre, que estiro al límite mis tendones y sigo más y más, imposible pero más y más. Sois para mí, sois míos, sois yo, ya no hay vida sin vosotros. Hadeit oye hablar, no entiende pero el susurro del deseo que se revuelve martirizador le llega sonoro y le abisma de nuevo en la locura. Incrementan la tensión, el abrazo, los besos, la boca de Hadeit no suelta los testículos ni su mano el pene de Alamedar y éste, en el colmo del paroxismo busca bajo los testículos una vagina para abrirla y hundir su rostro en ella penetrando con la lengua los chorros de humedad, el cuerpo de Hadeit, el interior del cuerpo de la mujer. Pero no hay vagina.

Ha caído la noche, la habitación está en tinieblas, hace calor pero es irrelevante, no hay mundo exterior, sólo es el soporte de la verdadera realidad, de lo que está ocurriendo entre dos amantes vacíos de apellidos y deberes, juego de sombras en que todo es sí mismo y lo contrario, en que lo que debe ser se desvanece y aparece lo que es, la verdad, la pasión, la esencia, soy lo que soy y encuentro mi verdad en la esencia de tu carne, en el contacto de tu carne con la mía. No hay más verdad que el estremecimiento que me produce tu contacto.

En ese momento se hace la luz en la mente de Alamedar. Se da cuenta de quién es, de dónde está, de lo que ha pasado y de qué está haciendo. Ha estado mucho rato perdido pero ya ha vuelto. Se detiene. Hadeit acusa el parón.

− ¿Pasa algo? –pregunta−.

Por toda respuesta Alda se gira sobre la carne de la mujer, llega a su rostro y la mira con cintas trenzadas de ternura y ganas, necesidad de ti, que derriten a Hadeit. Tiene la boca desencajada, los ojos enrojecidos, pero su corazón late con fuerza sobre el pecho de Hadeit, ella lo nota y aprieta el abrazo para sentirlo más, el corazón de un hombre, desbocado por ella, desbocado por él…

− Necesito entrar en ti como sea, ¿se puede? –pregunta.

− ¡Sí!, ¡Sí!, ¡Ven!

Y las caderas de Hadeit expulsan a un lado los dos miembros, que ahora están desmesurados, respondiendo a la magnitud del deseo, un deseo que no es deseo de sí sino deseo del otro, que parte del hueso púbico hacia el resto del cuerpo por cables de alta tensión de vida, una vida que ahora tanto se parece a una muerte, morir en ti y vivir por ti.

− ¿Cómo se hace?, no sé, es la primera vez…

Un beso furioso le cierra la boca, los labios de Hadeit son ahora salvajes. Levanta las piernas, baja la mano derecha e intenta dirigir el pene de Alda hacia la entrada a su cuerpo, pero es difícil pues éste no consigue salir de la urgencia y se mueve sin ton ni son.

− Espera un poco, espera… ahí… empuja… ahora… empuja…

El pene de Alamedar, extremado, encuentra su camino y cuando el glande lustroso y floreciente de humedad atraviesa la primea barrera y entra en el cuerpo cálido de Hadeit, un espasmo atávico, animal, arquea los dos organismos, que separan sus bocas en un gemido ancestral. Desde su posición alta Alamedar empuja con fuerza y grita sonidos ininteligibles, quiere entrar, entrar, entrar, mientras Hadeit gime agitando sin control un cuerpo poseso, abriendo hasta lo imposible las piernas, quiere que entre, que entre, que entre… más, más, todo…

Cuando el pene de Alda termina su recorrido, éste se para un momento y, desde arriba, mira a los ojos a Hadeit y rojo de ansia indómita le dice:

− ¿Dónde has estado hasta ahora? ¿Dónde estabas? ¿Por qué no te he encontrado antes? ¿Por qué he perdido tanto tiempo?

Y se lanza sobre el cuerpo sudoroso y vibrante de Hadeit, besando, abrazando, entrando y saliendo con frenesí desquiciado a la vez que su boca musita palabras de amor, dulces magias que encandilan el oído de la mujer, que no acierta sino a abrazar y abrazar, envuelta en una locura que va y viene del uno al otro. Cien metros lisos, mil metros lisos, un millón de kilómetros, los corazones se acompasan, los ritmos se avienen y aceleran, cada  uno está en el otro y recibe del otro su propio placer, no es mi cuerpo lo que me da gusto sino el tuyo, no es tu cuerpo lo que me atrae sino mi ansia de ti, reflejada en tus ojos, espiral ascendente, sin límite, la respiración entra y sale, la polla entra y sale, el ano se abre y cierra, galopada, músculos en tensión extrema, tus tetas –otra vez son tetas, totalmente animales− me destrozan. Las pollas de ambos están en tensión extrema, a punto de explotar, pero no explotan. Las sensaciones no llevan la batuta, son las emociones quienes dirigen, y eso produce un orgasmo continuado de nivel máximo, más allá de lo concebible, que no lleva a un final, a correrse, sino que sigue continuado, imposiblemente más alto a cada momento.

Hadeit lleva la mano a su propio sexo y comienza a accionarlo con fuerza. Eso enardece a Alamedar, que se levanta un poco para dejarle sitio y poder ver la inspiradora maniobra. Mira a Hadeit, que pone un gesto de sufrimiento absoluto y se imagina que el suyo es muy parecido. Siente la boca desencajada, los dientes apretados, todos los músculos en tensión y la mente naufragando en una mareante zozobra de emociones y sensaciones de generación alterna –yo a ti, tú a mí−, que se disparan cuando cada cual ve y es visto por el otro, suscitando emociones de unión humana que ocasionan sensaciones que generan más emociones, en una escalada que conduce a orgasmos repetidos sin aparente solución de continuidad. Correrse no es el objetivo que dirige y organiza la carrera; no hay carrera ni árbitro que diga quién, qué, cómo, cuándo, que establezca porqués ni paraqués, reglas ni objetivos.

Hadeit y Alamedar, sujetos fantasmagóricos, inapropiados, de ayuntamiento inconveniente, se movían por el paisaje completo de sus emociones y su gusto. Se necesitaban; no necesitaban correrse, se necesitaban el uno al otro, la otra al uno, el uno a la otra… sin lenguaje de descripción exacta, fuera de lugar, en relación sin norma, movidos sólo por la necesidad del flechazo mágico de la vida, que no sabe de leyes y que une a personas diluyendo individualidades separadoras. ¿Mi libertad? Mi libertad empieza en ti.

− Espera, ponte debajo, ponte debajo –reclamó Hadeit con un jadeo atragantado.

− Sí, venga.

Alda salió de Hadeit y, lo más rápido que pudo, se tumbó boca arriba. Hadeit tardó un poco más en desmadejar su postura.

− ¡Ven, ven, ven, ven…! –cada vez más fuerte− No puedo estar fuera de ti, sin ti, ¡ven, ven…!

Se puso a horcajadas sobre Alamedar y se introdujo de nuevo el pene, sin dificultad. La misma sensación: un pequeño obstáculo que vencer y cuando entra el glande estalla la vida. Hadeit da comienzo a un baile antiguo, antiquísimo, que no precisa escuela y cuyos pasos mágicos ha repetido incontables veces la humanidad desde que existe.  Alamedar sufre la danza de los pechos ante él y no se resiste, se levanta para abrazarlos y se deja caer de nuevo. Los ve, los necesita, los necesita contra su pecho y a la vez necesita verlos.

− Ven, échate, que necesito abrazarte.

Y su brazo izquierdo, imperioso, tira de la espalda de Hadeit hacia abajo. Cierra los ojos y siente primero los pezones, despacio, después el peso, después la carne, después el abombamiento, después el abrazo. Una sucesión de espasmos hacen rebotar su cuerpo sobre la cama. Hadeit juega sus pechos sobre el hombre, enloquece con el placer que producen y que le devuelven mientras imprime un ritmo vertiginoso a sus caderas, salvaje, doloroso, desenfrenado. Bota y rebota sobre la polla de Alda metiéndosela hasta el fondo de sus entrañas, más y más dentro, más y más dentro, más y más y más y más… otra vez, otra vez más, y más y más y más… Sentir dentro, sentir dentro al otro en su ser más sensible, sentir que lo único que quiere es estar dentro de mí, que no hay más mundo para él que yo, que mi interior es su casa.

Velocidad, sudor, gemidos, contracciones. Hadeit se separa un poco y con su mano izquierda comienza a masturbar su propio pene. Ante la separación Alamedar vuelve a la realidad. No está dispuesto a perder el calor del cuerpo de Hadeit, que le hace olvidar todo. Lleva su mano derecha a la polla tumefacta de Hadeit, ardiente, de marcadas venas, enorme y comienza a masturbarla mientras con el brazo izquierdo vuelve a acercar el pecho de Hadeit al suyo. La mano desliza bien pues la polla está soltando líquido en abundancia. Alamedar comienza a saltar él mismo sobre la cama imprimiendo una fuerza brutal y un ritmo violento a la penetración y al movimiento de la mano masturbadora.

− ¡Amor, amor, amor! –se quitan la palabra−. Te quiero, me gustas, te necesito, quiero más, me encanta hacer esto contigo, no quiero parar nunca, no quiero acabar nunca, no quiero separarme de ti para nada, quiero estar siempre así, horas, días, meses… Te beso, me gustas, me gustas, te beso, te beso, te anhelo, te tengo y quiero más, más, más, sin parar, sin parar…

− ¡Quiero que me la metas! ¡Quiero sentirte dentro! –de repente Alamedar, parando todo movimiento.

− ¿Qué? – caída de golpe del firmamento a la habitación.

− Quiero sentir lo que nunca he sentido, que estés dentro de mí, abrirte mi cuerpo, sentir tu fuerza dentro, te quiero dentro, sentir tu polla inmensa abriendo mis pasos, sentirte con mi interior, no con mi exterior. ¿Crees que podremos?

− Mmmmm… es un poco difícil,  la primera vez… si no lo has hecho nunca…

− No, nunca.

− Bueno… –dispuesto− podemos intentarlo, quién sabe.

− ¿Cómo es lo más fácil?

− Lo más fácil sería a cuatro patas, tú a cuatro patas y yo por detrás, así se puede hacer despacio. Nos vendría bien aceite.

− Pero eso significa separarme de ti, alejarme de tu cuerpo.

− Sí, claro, un rato sí.

− Pero tenerte dentro y no poder abrazarte… ¿en quién desfogo yo mis ansias? ¿En mi mano? ¡No! Te quiero a ti, te quiero a ti, quiero abrazarte mientras entras y abrazarte cuando estés dentro, para morirme en tus brazos, entre tus pechos.

− Sí, yo también, lo otro ahora no, ahora no. Prueba a levantar las piernas como las tenía yo antes, como si fueses una mujer, ¿sabes?

− Sí, venga.

Hadeit descabalga de Alamedar y, al hacerlo, su propia polla oscila ostentosamente arriba y abajo. El hombre la mira con avaricia.

− Toda para mí, toda para mí, venga, ya, ponte.

Y levanta con fiereza las piernas ofreciendo su culo a Hadeit lo más abierto que sus ganas le permiten. Hadeit se coloca en posición y busca la entrada, intenta mojarla con sus propios flujos, pero no hay manera de entrar. Alamedar se debate entre el dolor y el deseo… y al final vence el dolor.

− Otro día… poco a poco. ¿Nos ponemos como antes?

− Sí, venga.

La magia, la magia… que no se pierda la magia, que no se diluyan las emociones de estar con el otro y acabe todo en meras sensaciones propias, mantener los ojos, ver al otro, sentir al otro, no sentirse a sí mismo, que el yo se derive del tú, que mi piel reverbere desde la tuya, no sola, ¡para qué sola!, sola no es nada, no es nadie, sería una paja, y una paja sería… ¡no!, estamos en otro mundo, el mundo en que nos hemos encontrado y reconocido, tú, eres tú, no soy yo, no es mi culo, no es mi polla, no son mis pechos, sin ti no hay culo ni polla ni pechos ni piel ni nada, soledad, frío, inanición, raquitismo, abandono, suburbios, despojos, autómata, mendicidad, olvido, para qué… todo, sin ti no hay nada, no hay sentido, no soy nada. Desde ahora dependo de ti con ansia, ser desde ti es mi vida, es vivir.

Y se ponen, otra vez, Hadeit sentado encima y Alamedar tumbado debajo, recomienzo frenético, penetración profunda, abrazos y besos avariciosos, acaparadores, egoístas, para mí, para mí, mi alimento, mi golosina, mis natillitas con canela, la boca desliza dulzuras al oído, el deseo transmutado en poesía de susurro apasionado y apasionante, ¡cosa rica, cosa rica, cosa rica…!, me derrito, tu cuerpo, mi gusto, tu gusto, violencia de choque de cadera y nalgas, quejidos de la cama −¿se romperá?−, todo gime sonidos prehistóricos, los cuerpos se retuercen, se separan y se buscan, las bocas muerden, las uñas arañan, la mano de Alamedar busca la polla de Hadeit –sobresalto− y encuentra  un hierro candente, inmensidad, dureza extrema, culto, devoción, casi no se atreve, las emociones les han regalado orgasmos repetidos, continuados, puenteando la eyaculación.

Alamedar fuerza su postura para alcanzar con la boca el miembro de Hadeit… le encantaría … la mano se le hace impersonal y la boca besa, es su interior, es más él … pero no llega… se tumba de nuevo, derrotado, y se venga de su incapacidad apremiando el ritmo … arrebato … no hay susurros … las emociones son ahora gruñidos primarios y miradas suplicantes arrancados a la raigambre tierra-carne original de la vida … expresan la necesidad ósea que sienten el uno del otro … los pechos de Hadeit bailan suntuosos e inabarcables sobre un Alamedar que no se cree lo que le está pasando … un hombre-mujer … un todo … los pezones se rozan intermitentemente y entonces Alamedar aprieta el abrazo porque la emoción se le dispara  y sólo abrazando y besando, devorando, puede expresar lo que siente … pero al abrazar siente la carne que cede y se abomba y … es peor el remedio que la enfermedad –piensa− … más, quiero estar más enfermo de ti.

Ese día Hadeit y Alamedar alcanzaron numerosos éxtasis y eyacularon cuatro veces. Tras la cuarta se quedaron dormidos cuando, por fin, consiguieron calmar los corazones desbocados. No fue premeditado ni pensado en el momento. Simplemente se quedaron dormidos a la vez.

¿Qué magia, qué embrujo alborotador de las efímeras vidas humanas se había desencadenado? No era el haber eyaculado varias veces seguidas en un espacio de tiempo relativamente corto, experiencia que ninguno de los dos tenía previamente, no. Era la urgencia de entraña que sintieron, que los lanzó a los brazos del otro y los llevó a un éxtasis continuado en su segundo encuentro. Tenían la sensación de no haber sido ellos los protagonistas, de que una fuerza atávica y desconocida había jugado con ellos para un fin que no aparecía en sus decisiones ni en sus deseos conscientes.

 

4

  La vida siguió. Hadeit y Alamedar comenzaron a salir juntos; un hombre y una mujer que se hacen novios, nada más normal… ni más anormal en su caso.

Habían hablado ya de eso, de su anormalidad, pero no veían una solución que les hiciese encajar sin estridencias en la normalidad. Hadeit lo llevaba con más soltura, ya estaba acostumbrada. Pero sobre Alamedar comenzaron a flotar fantasmas que le desasosegaban. El primero era ir por la calle con alguien raro, inadecuado. Esta era una espina cuya punzada le robaba espontaneidad. Otro fantasma que le acosaba cada vez más era el de la homosexualidad. Pero él no era homosexual –se repetía−. Con que uno de los dos fuese raro, ya era suficiente. Nunca había sido homosexual, y además los pechos de Hadeit le libraban de eso.

Porque Hadeit tenía pechos, pechos de verdad, pechos que daban leche.

− ¿Cuándo?» le había preguntado en una ocasión.

− Alguna vez que me he sentido embargada por emociones muy fuertes.

− ¿Sí?, ¿cuándo, por ejemplo? Dime una vez.

− Pues la última cuando nació Andri.

− ¿Tu sobrino?

− Sí. Estaba en la maternidad con mi hermana al poco del parto, y el niño comenzó a mamar. Me pareció… no sé… algo tan… no sé, no tengo palabras, pero hizo que me sintiese madre… no puedo explicar qué fue eso. Sentí físicamente la boquita de Andri alrededor de mi pezón y tuve un espasmo como de orgasmo, pero sin serlo, que me encogió y noté que de mis pechos salía algo. Mi hermana se dio cuenta de que algo pasaba y se lo conté, y allí mismo, en la cama de la maternidad Andri estuvo mamando un rato de los pechos de su madre y un poco de los míos, que tenían menos leche. Pero eso no importaba. Fue algo sublime e irrepetible, una magia que nos unió a los tres de una forma que no sé explicar y que aún se mantiene.

¡Hadeit tenía pechos! luego él no era marica. Decirse esa palabra le desfondaba el entendimiento, no era capaz de sentirse así. Pero ¿qué pensarían de todo eso sus amigos y sus padres cuando se enterasen? Y tendrían que enterarse, claro, lo contrario sería sepultar a Hadeit, y a sí mismo, en un hoyo de silencio, y no estaba dispuesto a eso. Hadeit se había convertido en el brillo que resplandecía en sus ojos; no podían habitar en la oscuridad de un secreto cobarde. Y él mismo… pues que fuese lo que fuese, qué le importaban a él las opiniones de los demás. Pero sí, sí le importaban; más de lo que le gustaba admitir.

Alamedar intentaba aclarar su mente para llegar a conclusiones precisas con las que poder convencer a los demás y espantar sus fantasmas. En una ocasión estaban desnudos, jugando a espadas con sus penes tiesos:

− ¡Chas-chas! –gritaba Alamedar chocando su gallarda espada contra la del avieso enemigo y manoteando como si de una verdadera esgrima mortal se tratase−. Te derrotaré, artero corsario y ascenderé raudo por la torre hasta rescatar los pechos de mi chica. Los quiero para mí, ¡para mí solo! −y miraba con rostro enfurecido a una Hadeit de ojos inundados de gusto y risa.

− ¡No podrás, vil sicario de la zorra de Inglaterra! ¡Chas-chas! ¡Los defenderé con mi vida porque son míos, nací con ellos!

− ¡Entonces te los arrancaré, malvado pirata, y los meteré en formol para dárselos como presente de devoción a mi augusta reina, para que sean la enésima joya de su corona!

− ¡Bah, qué mal! Sin mí detrás no te gustarían.

− Es verdad. Pues entonces te raptaré a ti entera. Voy a por ti, estate preparada que voy, mi valor lo derrotará todo y te haré mía, de ésta no te salvas, ya verás lo que te hago cuando suba. ¡Chas-chas! –y llevaba una mano traviesa a los pechos de Hadeit.

− ¡Eh!, las manos quietas, que todavía no has vencido al guardián. Además lo tienes difícil, porque con ese Alamedillo… −rió maliciosamente, señalando el pene del hombre.

− ¿Alamedillo…? –se hizo el indignado− ¿Alamedillo? … ¡Pero qué Alamedilllo! ¡Alamedón, querrás decir! –y para demostrarlo lanzó un ataque furioso− Dimensión y potencia; ahí tienes; ¡Chas, chas, chas, chas!

− ¡Bueno, bueno… no es para tanto! Como mucho te concedo ‘Alamedote’.

− ¿Alamedote? Pero bueno, ¡qué va a ser esto! –Hadeit se partía− Pues que sepas que el tuyo no pasa de Montalvito –dijo aludiendo al apellido de Hadeit: Mothalhim, y para demostrarlo lanzó un ataque−.

− Ya… envidia que tienes –cizañó a la vez que se defendía−. En todo caso será Montalvón. ¡Mira!

Y arreció en su ofensiva ayudándose con todo el cuerpo. Ciertamente era más voluminosa que la de Alda, no más larga pero sí más ancha, más encendida, con las venas más marcadas, más bestial, más impresionante, incluso amedrentadora si no fuese porque pertenecía a alguien que le quería.

Entre las risas de ambos, en la mente de Alamedar se abrió camino, una vez más, el pensamiento de que estaba jugando a espadas ¡con la polla de su novia! −bueno, polla… pollón, más bien−. Sí, claro, ya lo sabía, pero en ese instante la consciencia de lo que eso significaba se le hizo especialmente presente. Sintió un parón en sus ansias, y las ganas de gusto dejaron paso a la necesidad de saber, de aclararse, de colocar los libros en la biblioteca y los adornos en las alacenas, de poner cada cosa en su sitio y encontrar un sitio para cada cosa, sin mezclar lo inmezclable, distinguir con claridad los conceptos y las realidades. El lo necesitaba, era ingeniero, no sabía tragarse cualquier cosa.

Cuando veía a Hadeit desnuda, sus ojos, su mente y su corazón entraban en una contradicción desasosegante. Si le miraba al sexo le parecía un hombre hecho y derecho. Pero si levantaba la vista al busto y la cara, Hadeit se transformaba en una mujer despampanante y a la vez femenina, delicada, guapa-guapísima. Ninguno de sus conocidos, ni él mismo la primera vez, se habría podido imaginar que bajo los vaqueros ajustados o las faldas coloridas que solía llevar esa mujer de elegantes ademanes y sonrisa inmaculada se ocultaba… ¿qué? Ahí era donde Alda se quedaba sin palabras. ¿Qué se ocultaba?, ¿un Montalvón que casi daba miedo? ¡Qué poder de contradicción tenía esa polla! El conjunto no era posible, pero ahí estaba, ante sus ojos día tras día, afirmando su existencia y confirmando, a la vez, su imposibilidad de existir.

¿Quién había dictaminado que no podía existir un ser como Hadeit, que era una aberración de la naturaleza, una anormalidad que había que ocultar? ¿Por qué no se podía mostrar desnuda en la playa? ¿Por qué no podía ir libremente a un gimnasio sin saber en qué vestuario meterse porque sólo hay dos: uno para hombres-sólo-hombres y otro para mujeres-sólo-mujeres?

La cabeza de Alamedar daba vueltas y vueltas intentando comprender. No hacía falta que nadie le formulase esas preguntas. Le surgían espontáneamente de dentro, porque en el fondo él también había aprendido a pensar así, y lo que era normal, era normal, y lo que no… pues… le atormentaba el entendimiento. Y no comprendía que Hadeit lo llevase tan bien, como si no le preocupase, como si no viese el roto en el entramado del tejido de lo humano que ella suponía. Si se la hubiese encontrado en un psiquiátrico o en una colección fotográfica de monstruos, ahí la habría encajado, entre lo ya clasificado como fenómenos aberrantes de la naturaleza. Pero no, la había conocido en la calle, y aquél ser humano quimérico había entrado en su vida arrasando, cosa que también formaba parte de lo imposible. ¡Quién se lo podía haber imaginado de él! Guapo –decían−, alto, de mandíbula cuadrada, ingeniero cotizado, de pelo castaño y ojos claros, bien plantado, desenvuelto en la vida, seguro de lo que quería y con fuerza para perseguirlo, que nunca había tenido problemas para ligar y que habría podido aspirar a casi cualquier cosa en ese campo. Pero ahí estaba, imposiblemente enamorado de un ser inverosímil, ocultándose de los demás.

Un problema no menor que a veces se le planteaba era cómo hablar a Hadeit, si en femenino o en masculino. Se había acostumbrado a tratarla siempre en femenino cuando hablaba con ella o de ella porque así había comenzado su relación. Hadeit, a causa de sus pechos, vestía habitualmente de mujer y cuando se conocieron no había querido romper el encantador temblor que sus ojos y su figura ejercieron en Alamedar, masculino temblor que a ella la enamoró al instante. Y así seguían. Pero casi cada vez que hablaba de ella le acuciaba el leve escozor de sentir que, dijese lo que dijese, no era verdad: Hadeit no era ni ‘él’ ni ‘ella’. ¿Qué era, entonces? Ni en el lenguaje tenía cabida.

− Oye, y no me llames pelma, pero es que necesito entender. De hecho creo que tú eres lo primero que me gusta sin entenderlo.

Hadeit captó el parón. La esgrima de espadas había pasado y ahora tocaba el combate de ideas. También él −o ella− había necesitado su tiempo para comprenderse. Ya recuperarían después la esgrima del deseo: ahora había irrumpido la lucha de intentar meter en una cabeza empequeñecida una realidad más amplia que ella.

− ¡Hummm! ¡Qué honor!

− Sí, ya ves. A ver, y esta vez respóndeme con algo claro, algo que yo pueda entender ¿Tú como te sientes, hombre o mujer? No puede ser que no te sientas ni uno ni otro.

Lo preguntó separando su cuerpo del de Hadeit y dejando sus respectivos penes en el más ingrato y olvidado abandono. Faltos de deseo y de risas se achicaron al momento, ya no había piratas ni princesas de senos que emanan néctar y ambrosía, secuestradas en torres cuya escala se trenza sólo con ganas y gusto.

− Pues… ya te he dicho que no sé qué responderle, señor Holmea.

Y le hizo una reverencia respetuosa. Cuando Hadeit le llamaba señor Holmea había que aguzar el oído. Anunciaba o bien la sorna más sublime o bien la seriedad más extrema. ¿Qué vendría ahora?

− La verdad es que ya no se me plantea eso. Desde hace mucho me siento sólo Hadeit: yo soy esto de la misma manera que tú eres lo que eres y tu madre es lo que es y mi hermana ha tenido un hijo… no sé darte más explicaciones.

− Pero eso no lo entiendo, hay que ser una cosa o la otra. Vas por la calle y es lo que ves, hombres o mujeres, de diversas edades pero siempre hombres o mujeres. Tú… es como si no encajases en nada, estás fuera de todo y yo necesito colocarte en un sitio, aunque sólo sea para poder colocarme yo en algún lugar preciso.

− Si, entiendo, pero ¿por qué hay que colocarse en un lugar?

− Pues porque sólo hay dos lugares, o se es hombre o se es mujer y yo, a resultas de lo que tú seas, o soy maricón o soy cabrón, pero… es que ahora no sé qué soy, no sé qué decir de mí mismo.

− ¡Ah, claro!, eso es lo que te preocupa a ti, ser mariquita, no qué soy yo –esto fue pronunciado con una ironía que, sin el afecto que llevaba en la voz, habría resultado hiriente.

­− Sí, y a mucha honra –el tono seguía siendo jocoso. Los dos estaban acostumbrados a los agobios intermitentes de él.

− Pues no digas nada, no tienes que pensarte de ninguna manera, sé lo que eres: un hombre al que le gusto yo, Hadeit, que no es ni una cosa ni la otra sino otra distinta que es Hadeit. ¿Tan difícil es de entender?

− ¡Ya, se dice fácil! Pero díselo tú a mis amigos.

− Pues habrá que decírselo y que piensen lo que quieran si no son capaces de vernos como Alamedar y Hadeit. No podemos hacer nada más que ser lo que somos y como somos, en eso se resume todo. Ni tú ni yo somos los raros que no caben en las definiciones normales; es la sociedad la corta que, no sé por qué, ha dicho que sólo puede haber dos tipos de personas: hombre o mujer. ¿Por qué no te preocupas de entender eso, que también es incomprensible?, ¿por qué, habiendo personas como yo, o de otros tipos, el mundo se empecina en afirmar que sólo hay y sólo debe haber hombres o mujeres, y nada más? Ese sí sería un buen tema para investigar.

− Ya, sí, pero no es un tema para un ingeniero. Y no me líes, que ya estás desviando la conversación. A ver, tú conmigo ¿cómo te sientes, hombre o mujer?, ¿o unas veces una cosa y otras otra, y cuándo una y cuándo otra, o más veces una que otra?

− Al principio jugué a ser mujer porque era lo que tú querías, lo que buscabas y necesitabas. Pero en cuanto descubriste mi secreto empecé a ser Hadeit y, después he sido siempre sólo Hadeit. Con esta polla difícilmente puedo sentirme mujer, y con estas tetas que dan leche, difícilmente puedo sentirme hombre. Además, es que no sé qué es eso. Sé qué se espera y qué se les exige a ambos, pero sentirse uno u otro, la verdad es que no sé en qué consiste. A ver, por ejemplo tú, que eres hombre-hombre, ¿sabes decirme qué es sentirse hombre?

Alamedar se quedó atónito, como pillado por sorpresa. Siempre había preguntado él a Hadeit pero nunca se le había ocurrido dirigirse sus propias preguntas. Por supuesto que sabía qué era sentirse hombre. Estaba claro.

−­ Desde luego.

− A ver, ¿en qué consiste sentirse hombre? Y ya, de paso, ¿en qué puede consistir ser mujer? Si me lo aclaras a lo mejor puedo responderte yo a ti.

Alamedar lo tenía muy claro, claro-clarísimo, desde luego, nunca se le había planteado la más mínima duda al respecto. Era y se sentía claramente hombre y, desde luego, no se sentía mujer, clarísimamente no. Pero a la hora de expresar esos contenidos no encontraba las palabras.

− Pues…

E hizo el gesto de encoger los brazos, hinchar el pecho y cerrar los puños.

− ¿Desafío?, ¿fuerza?, ¿potencia? –tradujo Hadeit.

− Bueno, sí, pero no…

− ¿Acaso todos los hombres son desafiantes, fuertes y potentes y no hay mujeres que sean así? –le interrumpió Hadeit.

− Sí, claro que las hay.

− ¿Entonces?…

− Ya, sí, es un poco lioso, es como si, aunque las hay no debiera haberlas, ¿no? Y aunque hay hombres que no lo son, tampoco debería haberlos, ¿no?

− O sea, que ser mujer consiste en ser complaciente, dulce y más bien blanda, ¿no?, y si un hombre es así entonces no es un hombre, ¿no?, o por lo menos no es un hombre de verdad, ¿no?

− ¡Hombre, no!, tampoco es eso.

− ¿Pero te estás dando cuenta de lo que dices?, ¿de que eso es más rancio que el tocino?

− Ya… sí…

− A ver, ¿en qué te diferencias tú de una mujer?

− ¡En todo!

− Por ejemplo… aparte, claro, del sistema reproductor.

- ¿Aparte del sistema reproductor? Pues… no sé, en la forma de vestir…

− No digas tontadas.

− … de andar…

− Eso puede estar influenciado por la configuración del esqueleto y las caderas.

− Mmmm… sí, podría, sí, pero ¿qué me dices de la forma de hablar, de expresarse?

− ¿Volvemos al complaciente, dulce y más bien blanda? Y la forma de hablar de los hombres es, siempre y en todos, decida, fuerte y poderosa, ¿no?; y su forma de expresarse es recia, sin adornos ni gestos. Por ejemplo, ingeniero del demonio, tú hablas y te expresas así, ¿verdad?

− No, pero está claro que no soy mujer. ¡Oye!, dame un poco de bola, acepta la realidad, no puedo creer que no la veas, que me estés intentando hacer un lío. Todo el mundo sabe qué es ser mujer y qué es ser hombre y qué es sentirse uno u otro. Tú igual no lo sabes, pero los demás sí lo sabemos.

Habían olvidado la esgrima de los penes y se habían enzarzado en una esgrima dialéctica. El proceso de la esgrima dialéctica que había sustituido al lance de los penes no era jocoso e implicaba otros órganos: la atención, el cerebro discursivo, cuya actividad se dejaba ver en la expresión y gestos de los ojos, las manos, la cara… Las ganas de ti se cambiaban por ganas de saber contigo, de comprendernos. El premio también era distinto: se reemplazaba el gusto de una carne por el gusto de otra, el gusto que se experimenta cuando se establece una conexión cerebral nueva y se hace la luz: la comprensión de algo, ese ¡eureka! o ¡lo encontré! que tanto nos satisface y nos ilumina la cara.

− Mira, ¿quieres saber lo que pienso yo?

− Vale, pero si primero me dices con qué lo piensas: ¿con Montalvito o con las tetas? –nueva irrupción del humor, siempre agradecido.

− ¡No tienes remedio! ¿Quieres escucharlo o no?

− Sería muy importante saberlo… para poder cribar lo que digas… −sorna en Alamedar, gesto de impaciencia en Hadeit− no es mismo si lo dice un hombre –señaló al pito− que si lo dice una mujer –y señaló a las tetas−, ¿no te parece?

Socarronería por las dos partes. Enfado a punto de estallar en risa.

− ¡A que me voy y te quedas sin saberlo!

− Ya, ¿y dónde vas a ir tú que mejor valgas?

− ¡Pero será creída la porquería de Alamedillo éste?

− Anda, venga, cuéntamelo, que te mueres de ganas.

− ¡Hey, alto! Para el carro, que quien tiene problemas eres tú, no yo.

− Mi problema eres tú, así que a ti te toca resolvérmelo.

− ¡Lo que faltaba! Bueno, mira, te lo digo todo seguido y tú verás, porque si me vuelves a interrumpir me voy a leer.

− ¡Venga!, ¡Que no se diga!

− Pues mira, yo creo que eso de hombre y mujer no es algo que se sea sino, más bien, algo que se debe ser. No hay una esencia masculina ni una esencia femenina, por así decirlo, que se encarnen en los sujetos según tengan sólo pito o sólo vagina. Por eso tú, que te consideras claramente hombre, no aciertas a explicar en qué puede consistir eso, y por eso yo, que encarno en un mismo cuerpo dos esencias opuestas, aparezco como una contradicción viviente e imposible.

− ¡Vaya!, no está mal pensado.

− Creo que, más bien, son dos desplegables de deberes o asignaciones contrapuestas redactados por alguien muy chapuzas, uno de los cuales se impone a quienes sólo y claramente tienen pito y el otro a quienes sólo y claramente tienen vagina.

− ¿Y al resto?

− Por eso digo que lo ha hecho alguien muy chapucero: el resto se tira por la ventana. No debería existir y por tanto no existe, no se tiene en cuenta o se considera anormal y se los manda al loquero o al médico, como a mí.

− ¿Y quién puede ser ese alguien tan chapucero?

− ¡Ah, ni idea! Hasta ahí no llego.

− Brillante, tú, de verdad. Pero has vuelto a pronunciar la palabra mágica que me trae a mal traer: normal o no-normal. Tú no eres normal, la relación que tenemos tampoco lo es, y a consecuencia de eso yo tampoco soy normal y por eso tenemos que andar ocultándonos. ¿Por qué tenemos que ser anormales? Quiero decir que por qué tú tienes que ser como eres y por qué me tienes que gustar a mí. Por cierto, que en eso yo tengo más suerte que tú porque yo no tengo tetas y tú sí, y nunca podrás llegar a saber el gusto que dan… Yo, sin embargo, ¡tengo una suerte! –siempre estaba de buen humor, siempre dispuesto a sacar sonrisas de donde fuese.

− ¡Ya, claro, pobre de mí, que llevo la carga y no la disfruto!

− ¡Eso, eso, qué pobre! –y hacía amago de echársele encima.

− ¡Quita! ¿Ya has pensado quién ha decidido qué es normal? ¿Te parece que me quite esta polla que tanto te gusta y me haga una vagina para ser normal?

- ¡Nooo!

− ¿O que me quite las tetas para ser un hombre normalito y sin gracia, como tú?

− ¡Ni se te ocurra, vamos, eso menos que nada! Estás perfecta como estás.

− Pues si soy perfecta no puedo ser anormal. A lo mejor es a ti a quien le falta algo. ¿No te gustaría que desapareciese tu polla y tener vagina y clítoris para sentir dentro mi impresionante Montalvón? –se ponía melosa y maliciosa−.

− Mmmmm, tendría que ser un clítoris grande, casi una buena polla, no me conformaría con uno pequeñito.

− Ya, sí, eso arreglaría la anormalidad.

− No, pero creo que me daría mucho gusto…

− ¿Te lo imaginas, con vagina y un clítoris como una polla?

− No me des ideas, no me des ideas.

− Yo nací chico “normal” –levantó las manos para significar unas comillas irónicas− y me pusieron de nombre Astrea.

− ¡Anda!, eso aún no me lo habías contado… Astrea, como mi primo. ¿Y qué paso? ¿Por qué ahora te llamas Hadeit?

− Pues porque a los once años empezaron a apuntárseme los pechos y a los doce eran ya dos bultos más que evidentes. Yo, al principio ni reparé en ello pero los amigos empezaron a mirarme con malicia y un día uno, en los vestuarios del colegio, comenzó a canturrear a mis espaldas, pero fuerte, para que yo me enterase: «Astrea es una chica, Astrea es una chica». Yo me volví con ojos encendidos, pero empezó un despitorre generalizado ante el que no supe más que arremeter con furia descolocada contra el que había empezado el canturreo. Cada vez que oigo que la infancia es el refugio de la inocencia me llevan los demonios. No hay maldad más cruel ni peor que la de los “inocentes” niños.

− ¡Qué bestia!

− Sí, pero hizo lo que se suponía que debía hacer un chico “normal”, avergonzarse de que un hombre pueda ser chica y denunciarlo con burla maliciosa. No entiendo por qué para un hombre puede resultar vergonzoso ser chica, o incluso ser marica, no ser sólo hombre, claramente hombre y nada más que hombre, alguien a quien sólo le pueden gustar las mujeres… eso que desprecia tanto y que ni loco quiere ser.

− Pues sí, realmente. ¿Y cómo acabó todo?

− La pelea acabó con sangre y dos niños en el cuarto del director. Después éste debió de hablar con mis padres. Mi madre, por lo visto, ya se había dado cuenta pero esperaba que se pasase, que fuese una cosa de la pubertad o algo así.

Hadeit continuó hablando.

− Ahí comenzaron las visitas a los médicos, los análisis, las pruebas, las exploraciones, la mayoría vergonzosas. Yo sólo me sentía yo, a pesar de todo seguía sintiéndome yo, pero de tanto decírmelo también empezaba a creer que me pasaba algo raro, algo anormal. Te entiendo cuando me dices que querrías ser normal. Yo también lo quería, pero no sabía qué odiar más, si mi pene o mis pechos, aunque en aquellos primeros tiempos eran mis pechos, que crecían más y más, ajenos a todos los problemas que me causaban, lo que más odiaba. Yo también prefería ser hombre, sólo hombre. No quería ser chica porque de las chicas nos reíamos. Eran idiotas, cursis, bobas… en fin, ya sabes. Y todavía no se me había ocurrido que si ya no era chico tampoco tenía por qué ser chica: podía ser simplemente yo, alguien definido sólo por mi nombre y apellidos. Eso fue una auténtica revelación, pero tardó mucho en llegar, demasiado. Lo pasé mal, muy mal.

El juego estaba olvidado y las espadas envainadas hasta mejor ocasión. Alamedar se había acercado a Hadeit para sentir el calor de su cuerpo y brindarle el suyo.

− Nos cambiamos de ciudad toda la familia. Nos vinimos a vivir a ésta y me metieron en el mismo colegio que a mi hermana, como si fuese chica, porque las tetas eran ya imposibles de disimular. Me pusieron exenta de gimnasia y de deportes para no tener que ir a los vestuarios y ahí acabó el problema externo. Yo, poco a poco, fui acostumbrándome a llevar el pene fajado, a que me tratasen en femenino, cosa que al principio me repateaba, y a vestirme de chica. Ahora me da igual cómo me traten y me gusta jugar con mi ropa y con el aspecto que doy. Me gusta jugar a confundir a la gente segura. Al principio lo hacía para vengarme y ahora lo encuentro muy atractivo. El momento de enseñar la polla y ver la cara que pone la gente –¡la que pusiste tú!− es sublime, peligroso pero sublime.

− ¡Ja!, ¡qué graciososona! Pero reaccioné bien ¿no?

− Bueeeenoo…

− ¿Cómo que bueeenooo? No tendrás queja, ¿no?

− Bueno, te pregunté varias veces si te gustaba yo y todavía estoy esperando la respuesta.

− Pero te respondí con los hechos ¿no? Y contundentemente. Tú tampoco me dijiste si yo te gustaba.

− No me lo preguntaste.

− ¡Para preguntar estaba yo! Oye, y ya que estamos, ¿por qué el nombre de “Hadeit”?, es un nombre extraño, yo no lo había oído nunca.

­− Sí, bueno, se les ocurrió a mis padres y a mí me pareció bien. No podía ser niña y seguir llamándome Astrea, eso estaba claro. En una de las clínicas en las que estuvimos nos dijeron que en no sé qué grupo de islas del Mar de Oriente mi caso era bastante habitual. Los llaman “teta-doce” porque, como yo, nacen niños y a los doce años les crecen los pechos. Los siguen considerando hombres y no sufren problemas de integración aunque tengan tetas que a veces dan leche. A algunos los llaman Hadeit, que en su idioma debe ser algo así como “nube”, lo que no es ni cielo ni tierra. Así que desde entonces soy Hadeit Monthalhim: o sea, yo.

− ¡Qué historia!, pero… yo te quiero, ya sabes, y me gustas como eres, no te cambiaría ni un milímetro, pero sigo sin poder entender. Si lo normal es…

− ¡Lo normal! –le interrumpió− ¿Sabes que “normal” no significa “mayoritario” sino “que obedece a una norma, a una ley”?

− ¿A una norma? ¿Qué norma?

− La norma de que sólo hay, y debe haber, dos: hombre o mujer, y, además, por ese orden: primero el hombre y después la mujer. ¿Tú te crees que esto puede ser natural?

− Lo segundo no, pero lo primero sí. Hay excepciones, claro, casos que salen mal, como los niños que nacen defectuosos, con seis dedos o así.

− No te das cuenta de lo que estás diciendo, Alda, no te estás dando cuenta. Mírame a los ojos y atrévete a decirme que soy un ser defectuoso.

− … No, claro…, defectuoso no, pero sí una excepción, y las excepciones confirman las reglas.

− No sabemos cuántas son eso que tú llamas “excepciones”. Se ocultan en el secreto de las familias o en las estadísticas de las Clínicas de Reasignación de Sexo.

− ¿Clínicas de qué?, ¿qué es eso?

− Clínicas a las que se lleva a criaturas como yo a fin de hacerles lo necesario, física y psicológicamente, para que a los padres no se les plantee el arduo problema de si tienen que vestirlas de rosa o de azul. Es más complejo, desde luego, pero al final se puede resumir en eso; si cambias “padres” por “sociedad hambrienta de normalidad”, se puede resumir en eso.

− ¿A ti te llevaron a esas clínicas?

− Sí, pero por poco tiempo. Cuando tenía catorce años y nos plantearon la amputación de mis pechos nos negamos en redondo. Tanto a mis padres como a mí nos pareció una salvajada. Era como amputarse un dedo porque a alguien le parece que se sale de lo normal.

− ¡Qué barbaridad! –un estremecimiento recorrió la espalda de Alda y se sintió aún más unido a su… Hadeit−. Pero si eso es así, como dices, ¿por qué hay esa norma de que sólo puede haber dos, hombre o mujer… y en ese orden?

− No lo sé y bastante tengo con llevar adelante mi propia vida como para ponerme a pensar en porqués. Habrá gente que lo esté estudiando, supongo. Yo me conformo con la suerte que he tenido de encontrarte, porque contigo me es fácil ser quien soy, tus ojos siempre me miran bien.

− Te miran, te remiran y te requetemiran, ¡que lo sepas! –hizo el gesto de lanzarse hambriento a por… Hadeit.

− A eso me refiero. Lo mínimo que puedo concederte es que tengas problemas mentales, como los tuve yo.

− ¡Eh, para el carro!, “mentales” no, “teóricos”, que no es lo mismo –siempre encontraba la salida del humor.

− Sí, perdón, ¡mi chico listo!, a eso me refería. Pero tienes que darte cuenta, porque lo tienes ante tus narices, de que la división hombre-mujer –y por ese orden− no es real, ni tampoco la de masculino-femenino, porque cada sociedad y cada época rellena esos conceptos de forma bien distinta.

− Eso sí que es verdad.

− Claro que sí. Y tampoco es verdad que a todos los hombres les gusten las mujeres ni viceversa.

− ¡Ay!, no me toques el tema.

− ¡Ja!, te aguantas. Y tampoco es verdad que los hombres sean los reyes del sexo y las mujeres sean las reinas del amor.

− ¡Ah!, ¿no?

− No. Te sorprendería saber cuántos hombres hay que se fuerzan en el sexo o que sólo quieren ser padres. Y cuántas mujeres hay que no quieren ser madres o se arrepienten de haberlo sido, y cuántas que son cardos borriqueros o tenientes malhumorados de algún ejército secreto.

− De lo primero no sé, ¡pero de lo segundo…! –y agitó la mano para significar abundancia, mucha abundancia.

− ¡Eres tonto! –era una frase insultante pero llena de cariño.

− Si me lo dices así, te dejo que me lo repitas.

− ¡Tonto! Eres tonto de remate. ¿No te das cuenta de que está como estipulado que el camino de acercamiento de los hombres a las mujeres sea el sexo y el de éstas a aquéllos sea el amor? Y no es verdad, porque si lo fuese funcionaría, pero no funciona: los “dos” sexos están en pelea a muerte desde el comienzo de la historia. Esto no funciona ni ha funcionado nunca. Ni el sexo ni el amor nos juntan sino que nos separan: a muchas mujeres les espanta el sexo y a muchos hombres les da calambrazos oír hablar de amor, de ternura, etc. Y cuando se juntan no se entienden, cada uno busca una cosa distinta y no se encuentran.

− ¿Te refieres a eso que llaman “la guerra de los sexos”?

− Sí, eso es. A mí me da la impresión de que esas divisiones de hombre-mujer y amor-sexo, más que describir cómo son las cosas describen cómo deben ser. Son como las cuatro paredes de una caverna en la que estamos encerrados sin ver nada más, programas de vida que se imponen a la multiplicidad de gentes con el objetivo de conseguir algún fin. Como si dijésemos: sed así porque siendo así conseguiréis este objetivo que tanto necesitáis.

− ¿Qué objetivo?

− No lo sé, ya te he dicho que no lo sé y que no tengo tiempo ni ganas de ponerme a investigarlo, bastante tengo con lo mío. Es sólo una impresión. Pero es como si a la multitud de caras diferentes que tenemos la gente nos hubiesen impuesto dos caretas, y sólo dos, con la orden de que nuestros rostros se uniformizasen al adquirir la forma de la careta. ¿Para qué? No tengo ni idea. Pero esto es un despropósito de alcance universal. ¡Cómo podemos seguir empeñados en ser algo que nos va tan mal ser! ¿Qué dios nos ha impuesto esas caretas? Tiene que haber sido un dios muy poderoso porque nos ha vencido a todos.

− Te voy a presentar a Premio Nobel de Sentido Común.

− ¡Ya, qué gracioso! Yo, por ejemplo, los problemas que tuve yo radicaban en que si sólo hay dos puestos y no estaba en uno, eso significaba que estaba en el otro. De cajón ¿no? Pero resulta que tampoco estaba en el otro. ¿Entonces? Pues tenían que hacerme lo que fuese para que encajase en uno. Si mis padres no se hubiesen opuesto, ahora no tendría tetas y no te gustaría. Sería “él”, de nombre Astrea, y tú no te habrías fijado en mí, y seguramente yo tampoco en ti.

− ¡Vaya! Siempre me han caído bien tus padres, pero desde ahora me van a caer mucho mejor. ¡Pensar que les debo tus tetas! ¿Te parece que les escriba una postal agradeciéndoselo?

− ¡Eres tooonto, pero tonto-tooonto!

− ¡Ay!, dímelo otra vez.

− ¿Te imaginas el sufrimiento que es no encontrarse donde te dicen que te corresponde y tener que hacerte de todo con la esperanza de que en el otro lado vas a estar mejor? Y después, ¿qué? Después de todo lo que te hayas hecho ¿eres realmente lo otro, teniendo en cuenta que eso otro es sólo una careta como la que te han puesto a ti? Ni tan siquiera es una careta que venga de nacimiento, es una careta impuesta a los ya nacidos. ¿Qué identidad has perdido y cuál has ganado? ¿No habrás zozobrado entre dos mentiras? Una cosa es que te gusten ropas, ademanes, gestos, oficios, portes, etc. adjudicados al “otro” lado, pero ¿ser del otro lado? ¿Qué puede significar eso?

− ¡Buah! Vas a agotar la lista de Premios Nobel. Y eso que no te han visto lo que yo me sé, que si no…

− ¡Escúchame, anda, que estoy hablando en serio! Yo, por ejemplo, qué soy: ¿Ella, él, elle, elli, ello o ellu?

− Me das a elegir entre esas palabras taaaan bonitas. Pues a ver que me lo pienso… ¿qué tal “elluitu” o “ellotriz” o “ellaeitor”?

− No tienes remedio. No hay letras suficientes en ningún alfabeto para la multiplicidad humana y por eso cualquier denominación es restrictiva, es una obligación a ser de una manera, y puede generar rebelión. Lo único que se aproxima a la realidad es llamarnos por nuestro nombre y apellido. Y digo que sólo se aproxima porque los nombres también están divididos por sexos.

− Pero “Hadeit”, la nube, no es ni masculino ni femenino, ¿no?, ni cielo ni tierra, tú lo has dicho.

− Ya, pero es lo que está entre los dos, no los hace desaparecer, se sitúa en medio y eso los afirma.

− ¡Más Premios Nobel!

− Sí, pues espera, porque lo del “género” me parece un mal invento. ¿Sabes qué es eso del género? Igual no sabes mucho de esto…

− Alguna idea creo que tengo; siendo secretario de una Multipremio Nobel, algo se aprende. Es eso de que… no sé… cómo se espera que actuemos y nos sintamos teniendo en cuenta el sexo al que pertenecemos, ¿es eso? … Me parece que he dicho una tontada ¿no?

− No, no es una tontada, es más o menos eso, pero eso me parece un poco tontada. Ha cumplido una función, no digo que no, pero creo que ya está de más y que nunca ha sido necesario.

− Si tú lo dices… amén.

− No te rías, anda, tómame en serio.

− ¡Amén Jesús!, entonces.

− ¡Eres…! Bueno, si me dejas hablar…

− ¡Claro!, prometo reformarme. Sigue hablando.

− ¡No caerá esa breva! Bueno, a ver. Creo que con la noción de “sexo” basta y sobra. Pero no un sexo que divide a la gente en dos grupos, además jerarquizados y enfrentados. Más bien un sexo que, en todo caso, diferencia a unas personas de otras, al mismo nivel de trascendencia e intrascendencia que lo hacen las huellas dactilares, la fisonomía de la cara, la geografía de la mano o el ser zurdo o diestro. Un sexo dividido en millones: yo soy de un sexo, el mío, que se define por mi nombre y apellidos y que es distinto del tuyo y de cualquier otro, mío exclusivo, porque lo ha formado el cruce irrepetible de infinidad de factores.

− Cuando te pones así me das miedo, y lo peor es que se me asusta el pito.

− ¡Te voy a dar yo a ti Alamedillo! –e hizo ademán de echar una mano rápida a su sexo, ahora escondido.

− ¡Sí, sí!, que todavía no he podido subir a la torre a rescatar a mis princesas.

− Pues con eso no vas a rescatar a nadie.

− ¡Pues mira que tú! Tampoco estás para fardar.

− Pero yo estoy haciendo algo útil, no estoy haciendo sólo el gamberro. ¿Puedo seguir? Recuerda que has sido tú quien ha empezado, que yo estaba en otra actividad más gustosa y me la has robado.

− Veeeenga.

− A ver… No sé, para criar cerdos en una granja puede ser útil la noción de dos únicos sexos y deshacerse de los ejemplares que no respondan a eso porque no son útiles para la cría. Pero a los seres humanos esa división nos hace olvidarnos de nosotros mismos y perdernos en una generalización que nos desdibuja y nos obliga a ser lo que no somos y como no somos. Son dos formas de ser estereotipadas y obligantes que no funcionan, que no nos traen más que problemas de definición y problemas de relación, y no sólo por estar jerarquizadas. Los de relación son evidentes y hasta ahora no les hemos encontrado solución. Para intentar paliar los problemas de definición salieron las nociones de “género”, “identidad de género” y otras, que hoy son un avispero: no hay forma de entrar en él sin pisotear sensibilidades y sin salir cosido a picotazos.

− ¡Vaya!, cuando te lanzas, te lanzas. No sabía yo que en la cabeza tenías también tetas sabrosonas.

− Eres un cochino.

− ¡Y bien que te gusta!

− ¡Mira que decir que mis ideas son tetas cerebrales!

− O polla. ¿Prefieres sabrosonas pollas cerebrales?

− ¡Guarro! ¿No puedes dejar de pensar sólo y siempre en lo mismo?

− Bueno, sí. Puedo enamorarme de tu cerebro, pero entonces tendría que dejarme bigote y andar vestido siempre de ingeniero serio. ¿Te gustaría más? ¿O prefieres poder seguir jugando a las espadas con un libidinoso asqueroso como yo?

Alamedar se sentía descolocado por las ideas de Hadeit. No había vivido el problema en carnes propias, siempre había sido normal y por eso no había sentido la urgencia de plantearse nada de nada. Aunque ahora mantenía una relación anormal, eso sólo le inquietaba superficialmente. Cierto que alguna vez habría que decírselo a familiares y amigos, pero todo se andaría. De momento no le preocupaba. Además estaba Hadeit. Juntos podrían con todo.

Pero a cada cerdo le llega su San Martín, dicen, y el de Alamedar no tardó mucho en caer con una fuerza definitiva. Precisaba que un destino malvado y salvador le sumiese en la incertidumbre última de sí mismo para acabar de soltar su necesidad de definición externa y decidirse a encarar su camino único como él mismo, ni cabrón ni maricón ni nada similar o distinto, tan sólo Alamedar Holmea, pareja inverosímil, pero real, de un ser también inverosímil y despampanantemente real. 


5

La ocasión le llegó una vez en que ambos escalaron una cumbre de relación distinta de las que solían alcanzar, muy distinta. El esfínter anal de Alda ya estaba entrenado y ambos gozaban de penetrar y ser penetrados. Eso iba bien.

Un día un hermano de Alamedar falleció en un accidente de tráfico y éste cayó en una desesperación dolorosa y profunda. Hadeit estuvo con él en todo momento. La noche del funeral, ya en la cama, Alamedar no hacía más que llorar y abrazar con impotencia a una Hadeit que no se atrevía a tomar ninguna iniciativa: que él pidiese, allí estaba ella para lo que necesitase, en plena congoja de empatía y dolor compartido. En un momento Alda sintió la necesidad apremiante de ser penetrado y así se lo dijo a Hadeit.

− Quiero que entres en mí, necesito abrazarte dentro, quiero sentir tu vida, hoy necesito tu vida –y la abrazaba con fuerza y ternura suplicantes.

Hadeit se sorprendió, tal vez no era eso lo más apropiado en aquel momento. Su pene estaba fuera de juego, pero oír llamarlo vida le inspiró. Se abrazó más fuerte a Alda, apretando el contacto de los sexos y comenzando a mover su cadera sobre el ya recrecido miembro de su compañero –Hadeit no salía de su asombro, ¡en aquella circunstancia!− Eso le inspiró aún más y en poco tiempo estuvieron en disposición de cumplir el deseo de Alamedar. Este se puso debajo y Hadeit encima y comenzaron a follar y llorar, a llorar y follar. La congoja desbordaba el corazón de Alamedar, que gemía desconsoladamente. Hadeit hizo amago de parar un par de veces, por piedad, pero un Alamedar indigente de caricias le conminó a continuar… y continuar fuerte. Con tantas emociones encontradas, la erección de Hadeit no era todo lo potente que la ocasión habría requerido, pero servía, él ponía toda su voluntad y su compasión infinita, y alimentaba su erección con la necesidad que Alamedar tenía de él y de su pene. No entendía lo que estaban haciendo, pero lloraba, lloraba y follaba, lloraba con Alda, follaba con Alda.

Y el llanto le habló, le dijo que esa penetración era un acto sagrado, el momento sobrenatural en que se ponían en contacto los dos misterios más hondos de la existencia: la vida con sus pasiones incontrolables y la muerte con sus incógnitas. Y, sorprendentemente, no se rechazaban, se comprendían, caminaban juntas al ritmo intenso de una penetración profunda ofrecida y recibida desde el núcleo más humano de dos personas abiertas de par en par la una a la otra, sin rincones cerrados, sin cámaras secretas, sin individualidades celosas de una intimidad mía apartada de ti. «Mi intimidad eres tú –se habían dicho en muchos momentos de sinceridad apasionada−; para qué quiero secretos contigo, recintos defendido contra tu presencia».

En la furia de follar, abrazar y llorar, el corazón de Alamedar se hizo trizas, su personalidad se desmembró, se convirtió en nadie y en todos, un ser anterior a las divisiones de la carne, y en un momento de pasión descontrolada lo dijo:

− Quiero que me folles para siempre, quiero tenerte dentro para siempre, quiero que todo tu semen se derrame en mí y tener un hijo contigo para que me habites desde dentro y desde fuera. Hazme un hijo, hazme un hijo, Hadeit, hazme un hijo –lloraba quedamente mientras suplicaba con el apremio de aquél a quien le va la vida en lo que mendiga.

Seriedad, seguridad, fuerza, empuje, núcleo, intensidad, determinación, urgencia, cuerpo y alma exprimiendo su esencia más profunda, ¿el sentido de la vida?

La súplica paró en seco el movimiento de Hadeit, derribó como un huracán los juegos aún infantiles de su vida y le extrajo con violencia el último aliento de su existencia anterior. Golpeada por un éxtasis súbito cayó fuera de sí sobre el cuerpo del hombre, manoteando, llorando y  gimiendo porque sentía que la vida se le abría en una de las dimensiones más esenciales de la naturaleza humana, animal y mineral. Nunca nadie le había pedido algo tan íntimo y tan profundo, tan de verdad y tan cuajado de consecuencias: ser padre-madre con él. Sintió de pronto que de sus pezones fluía, una vez más, una leche dadivosa, mansa, amorosa y cálida. Alamedar la quería, Alamedar la veía, era alguien para él, alguien con él, y sentir eso la introdujo en lo inefable, en lo sagrado, en la fusión mística que cantan los santos, pero no divina sino humana: humana y bien humana, que es lo único que está a nuestro alcance. ¿Fundirse con un dios? … ¿Qué es eso? Fundirnos con otro ser humano y conseguir llevar una vida cada vez más humana, eso sí es una meta desafiante; lo demás son escapismos.

Acusó el golpe en el alma misteriosa que tenemos tras el ombligo, hacia dentro, en el centro geográfico de la vida, en el eje cárnico de la existencia. Tuvo que llegar a la muerte, a esa muerte súbita de todo el pasado, perpetrada por aquellas palabras-daga de su pareja, para encontrar vida, la vida, ese misterio que se trenza alegre con la muerte y que tan mal sabemos cabalgar. Sintió sus pechos, que seguían manando leche, y se vio madre y padre, padre y madre de esa nueva entidad que formaban entre los dos, de ese hijo que se había ido gestando desde que se conocieron y que estaba naciendo en ese momento: una pareja pegoteada por el amor, el sexo, la vida, la libertad y la interdependencia, que empezaba en el abrazo que los unía y que los convertía en seres un poco más humanos cada día, un poco mejores. El imán de la carne y la leche de sus pechos obraría el milagro de esa unión, esa fusión última de intimidades. Para eso los tenía −se dio cuenta− para eso, sólo para eso tenía sus pechos. Hasta ahora había jugado con ellos: ahora empezaban a manar vida para los dos, Hadeit y Alamedar.

Dejaron de follar y de moverse y simplemente se abrazaron más fuerte, sin besos, sin palabras, sólo llanto dulce, leche de pecho suave, lágrimas, mocos, salivas, babas, congojas en las gargantas, sudor, líquidos sin cuento derramados por penes muy erectos y escondidos, todo humedad alrededor y empapando almohadas y sábanas… ¿No fue en la humedad donde comenzó la vida?

Esa vez no se corrieron. Ya habían llegado al orgasmo más alto accesible al ser humano y eso lo rebosaba todo, no dejaba huecos que exigiesen ser rellenados por nada más.

Al cabo de un rato los ánimos se fueron calmando y llegaron las risas, al principio acongojadas, y después francas. No se podían creer lo que había ocurrido, pero sí, había pasado. Era la locura más absoluta, la anarquía total, subversora de todo mandato real, imaginado e imaginable. Nada era normativo, todo era imposible pero real, todo extraño pero cierto, todo del revés y a la vez del derecho. No había hombre ni mujer separados que se juntasen con amor o sexo separados, sólo dos fuerzas vitales con nombre propio, Alamedar y Hadeit, Hadeit y Alamedar, nada más, ninguna otra definición, sin imposiciones, libres de ser lo que eran, lo que eran en ese momento y lo que serían mañana si su ansia conseguía mantenerlos sin definición, si conseguían seguir siendo sólo Hadeit y Alamedar, algo tan fácil y a la vez tan difícil. 

Alamedar se dio cuenta de lo que había pasado. Ahora entendía de verdad a Hadeit. Desde ahora también él estaba fuera de toda definición, fuera del juego cultural. Cuando contasen que Hadeit tenía pene tendrían que contar, también, que Alamedar habría querido concebir un hijo de ella. Ahora se encontraba, como Hadeit, con el culo al aire, que es la descarnada posición humana en la vida. Cualquier seguridad es falsa, cualquier prenda que nos disimule la raja del culo es pasajera pues todo, seguridades e inseguridades, nos dirigen con paso certero e imparable a la incógnita última, la muerte, ante la que quedaremos, entonces sí, con todo el culo al aire, pelado y partido por la mitad.

¿Alcanzar la intimidad última con otro ser humano es, acaso, una droga alucinógena, una sustancia que nos hace ver e imaginar lo que no puede haber? ¿O es, más bien, una droga lucidógena, generadora de lucidez, que nos saca nuestras últimas verdades, aquéllas que están escondidas en las sentinas de nuestro existir porque no pueden convivir con la realidad que hemos creado? Un ser con testículos, pene y pechos que dan leche, y otro ser, también con testículos y pene funcionales, cuyo deseo nuclear es quedar embarazado de su pareja: ¿se puede imaginar algo más ajeno a la realidad? Y sin embargo, ahí estaban ellos dos, desafiando alegremente la normalidad con su inocente y definitiva existencia.

¿Ellos dos o ellas dos… o qué?, ¿en qué se habían convertido?